EL CEMENTERIO DE LAS CARACOLAS.
ANEMO
ANEMO
Después de caminar, no sé cuanto tiempo, se me apareció, callada y estática, la playa. Solo se movía una bocanada de calor ondulante que daba, a lo que estaba detrás, la apariencia de un mal sueño. En medio de la arena, como el único habitante del planeta, una persona venía hacia mí. El cuerpo serpenteaba ante mis ojos heridos por la luz y a medida que se acercaba se me antojaba más hostil. El movimiento empezaba en la arena recorriendo piernas retorcidas, pechos deformes y una cabeza coronada de cabellos eléctricos. Mi estado era casi febril. Tenía la boca reseca y los labios cortados y empecé a creer aterrado que ese calor me volvía loco, cuando de pronto, como si despertara de una pesadilla, descubrí en esa sonrisa desfigurada la de una mujer. Y creo que antes de perder el sentido también yo le sonreí. No era la primera vez que la veía.
Martina se sentaba inmóvil a la hora en que las gaviotas se adueñaban de la playa. Su cuerpo dorado, del color de la arena, se confundía con el paisaje en un camuflaje perfecto, y era como si no estuviese. Los pájaros se posaban tan cerca de ella que podía tocarlos con alargar un brazo, pero permanecía en la misma postura hasta que el sol se ocultaba. A la escasa luz del anochecer me costaba volver a encontrarla si apartaba los ojos de ella. Solo el leve vaivén de su melena la delataba. Era el espíritu de la playa, un cuerpo formado de granos de arena que el viento arrastraba hasta depositarlos uno a uno, en el lugar preciso.
_ Una mujer como tú no debería vagar de un país a otro robándoles el sol._ Pero ella parecía leerme el pensamiento. Prácticamente no se veía y su voz pareció llegarme de lejos, como un encantamiento.
_ Ninguna llamada ha sido nunca tan fuerte como para conseguir que me quede.
_Estás aquí, por lo tanto ahora me perteneces.
_Solo porque tú lo dices.
_ Sí_ Pero no era verdad y yo lo sabía.
La primera vez que la vi era un medio día caluroso. Salía de la oficina con un maletín en la mano y con la otra me aflojaba el nudo de la corbata, sabiendo que almorzaría sólo en cualquier restaurante de comida rápida, atestado de personas que como a mí, nadie esperaba en casa. Arrastraba un poco los pies, desganado, esperando que ellos decidieran el rumbo, y al torcer la esquina, una percepción tan inesperada como desconocida me hizo detener. Una envoltura invisible, un microclima, me transportó sensorialmente a una playa de arenas finas y olas burbujeantes. El aire se agitó levemente, fresco, y sin entenderlo, algo vino a alterar al hombre de ciudad que había en mí. Y desde entonces su olor salado se me pegó al recuerdo; imposible desacerme de él. Allí, de espaldas a mí, mirando a la calzada como si esperara un coche, estaba Martina. Todo ocurrió en cuestión de segundos. Giró de pronto la cabeza y nuestras miradas se encontraron fugaces. De repente, echó a andar envuelta en una masa humana que la empujaba a la otra acera. Lo último que recuerdo fueron unos deseos acuciantes de correr hasta llegar a algún mar...
Rompiendo el hilo de mis pensamientos echó a correr hasta que desapareció. Podía oírla chapotear, deslizarse por encima de las olas, sumergirse y volver a reaparecer como un surtidor. Me acerqué a la orilla. La oscuridad era absoluta, y yo, empecé a sentir la angustia de los desamparados, esa que se clava en mitad del pecho y solo el poder mágico de un suspiro hondo, o un abrazo reconfortante pueden disipar. Lo que resultaron minutos de espera parecieron horas. La soledad me dominó ordenando salir de la noche un miedo sobrenatural que se apoderó de mí. El corazón me latía con fuerza y escudriñaba, en medio de tanta negrura, algún indicio de Martina. Cuando al fin la vi salir del mar chorreando agua, fuí hacia ella para envolverla con una toalla, pero se la tragó la noche. Durante unos pocos segundos la perdí de vista, y ese suspiro que iba creciendo, que estaba a un paso de llevarme a lo más alto, liberándome así, con su estallido del desasosiego, se cortó de repente dejándome sin respiración. Casi en seguida unos dedos mojados me rozaron el hombro. Gotas frías me recorrieron el brazo hasta resbalar por la punta de los dedos. Pude oír el estallido de cada gota al chocar contra la arena, y eso me hizo reaccionar. Rápidamente la apreté contra mi cuerpo a la vez que la cubría, y en ese instante volví a recuperar mi seguridad.
_Quería nadar hacia dentro, pero las olas me devolvían a la orilla una y otra vez. Ha sido una lucha perdida de antemano.
Yo noté la misma sensación... como si una fuerza mayor me arrastrara a lugares donde no quisiera volver...lugares que se ocultan en lo más profundo de nuestros recuerdos.
Se tumbó sobre una manta muy cerca del fuego que había encendido mientras yo la dejaba hacer, un poco inconscientemente, embebido en el recuerdo de nuestro primer encuentro. La vi tumbada en la manta, decía, con los músculos relajados bajo su piel morena. Sabía que se marcharía de mi lado. Su cuerpo era una ondulación más del terreno e imaginé que era transportada de nuevo, partícula a partícula, grano a grano, por el viento para volver a caer y reconstruirse en otra playa muy lejana...La onda de tu beso se pierde en el espacio. La entreveo vagar entre nebulosas, un viaje a través del vacío, y más allá,
donde no llega mi entendimiento, encontrará al fin otro labio donde posarse.
Cuando Martina corría desnuda al sol era como si un montón de luciérnagas revoloteasen sobre sus hombros. Yo la observaba desde lo alto de una duna e imaginaba que huía de esa inmensidad de arenas doradas, como ella misma, y del mar. Sentía impulsos de correr hacia ella, abrazarla, pero me contuve. Opté por la espera, esa paciente impaciencia que hacía luego el abrazo más denso. Desde mi postura de observador pasivo ocultaba una persona deseosa de sentirla cerca, tocar la tibieza de su piel, probar sus besos salobres. Esa mezcla de olores, a algas, a piel mojada y mar revuelta, me envolvía, y a medida que se acercaba iba calando más y más en mí hasta que me consumía. Se paró en frente y ladeó un poco la cabeza para hacerme sombra en los ojos.
_He ido._ Me la quedé mirando interrogante, esperando algo más, pero ella pareció haber terminado. Al cabo de un rato siguió hablando como si yo no estuviese.
_ Al cementerio de las caracolas. Esta mañana había cientos de ellas, relucientes de agua. Te lo has perdido.
_ Sí._ La última palabra flotó unos segundos encima de nosotros.
No quise acompañarla como la mañana anterior en la que paseamos hasta el montón de conchas y caracolas que el mar arrojaba, según Martina, siempre en el mismo lugar. Era un sitio extraño en el que los esqueletos cobraban vida al retirarse una ola y me sobrecogí. Quería alejarme del cementerio inmediatamente. Un sexto sentido me alertaba del peligro y al mismo tiempo mi “yo” racional se resistía a creer amenazadoras unas cuantas caracolas vacías. No sé si Martina intuyó mis temores o si fue ella, quien valiéndose de medios que yo desconocía, me atrajo hasta allí y me los inculcó. Lo cierto es que puso una mano en mi hombro diciendo:
_ A veces las personas nos abandonamos, nos dejamos arrastrar y acabamos amontonadas y tan vacías como ellas.
Siguió hablando de vuelta a nuestro improvisado campamento sobre la misma idea. Cómo los hombres nos estregamos en cuerpo y alma a una competencia desbocada día tras día, año tras año, a menudo durante toda una vida, sin una meta concreta. Nos olvidamos de abrir una rendija hacia el interior y asomarnos para descubrir con qué queremos realmente llenar nuestras existencias.
_ ¿Y qué has vertido tú en la tuya?_ Pregunté estúpidamente, porque ella me contestó sin vacilar.
_ No se trata de hurgar en los interiores ajenos.
Anduvimos en silencio el resto del camino. Martina era consciente de que yo intentaba asimilar todo su monólogo, para meterme de lleno en su respuesta y continuar más allá, profundizando en mí mismo.
Pero ese día no quise acompañarla al cementerio de las caracolas, como ella lo llamaba, por el simple placer de verla alejarse, despacio, y esperar su vuelta, radiante con el pelo al viento... Y también porque sentía una imperiosa necesidad de estar sólo, lo que antes más me angustiaba. Algo en mí empezaba a cambiar.
Después de aquel primer choque con mi realidad, comencé a pasear en solitario y los grandes silencios solo eran rotos por el chasquido de alguna gaviota. Empecé a comprender qué me atrajo hasta allí: necesidad de mí mismo.
Rastrillaba la arena con los dedos de los pies absorto en un mundo lejano en el que hombres, máquinas y edificios se entretejían en un revoltijo caótico. A la vez sentía cómo la inmensidad a mí alrededor me impregnaba de un dócil arrullar de olas y de brisa marina, de ese concierto que solo para mi soledad sonaba. Al mirar hacia arriba vi recortada contra el sol a la mujer del color de la arena. Tenía esa extraña facultad que poseen algunas personas para sosegar los espíritus inquietos. Sentí cada grano arañar en la planta de mis pies y me convencí que tenían vida propia y capacidad para nutrir a otro ser.
_Tu sonrisa es hemostática._ En esa afirmación condensé cuanto quería decirle y ella lo entendió así.
_ A veces creo que no comprendes nada, pero sé que me engañas._ Dijo. Y atrapado en el fondo de sus ojos marinos tomé conciencia de cuánto me había cambiado nuestra corta relación. Entonces comprendí lo mucho, muchísimo que la necesitaba. La había necesitado durante años y ahora nada podía hacer para retenerla. Madrugadas de azúcar aquellas en la que se me pegaba al cuerpo, aún dormida, buscando cálidas caricias. El olor de su piel, a sueño, me obligaba a envolverla en mi regazo y despertaba poco a poco con suavidad gatuna. Y luego su sonrisa, cuando ya era consciente de mi presencia. Esa sonrisa que me transportaba a la más absoluta felicidad.
Juntos recorrimos senderos desconocidos para mí. Los sentidos cobraron vida propia y aprendí a verla con los ojos del que no está, de forma que podía percibir la tibieza de su piel solo con que Martina me mirase con sus ojos nacarados, y el recuerdo de su boca me anticipaba el sabor de sus besos salobres, y un revuelo de su melena me envolvía en una fresca brisa.
Cuando me despedí de ella oscureció en la playa. Las sombras se arrastraron como sabandijas y la noche se apoderó de nosotros. La puesta de sol tocó a su fin y mi relación con Martina también. Desde ese momento algo de ella se agazapó en mi interior, y aunque volví a mis quehaceres habituales la ansiedad me impedía rendir en cualquier aspecto de mi vida. Cada vez que la recordaba intentaba escapar de mí como escapa el aire por una rendija. Una fuerza destructiva me obligaba a hablar de ella y como no accedía a sus deseos me devoraba por dentro y me debilitaba. Las horas muertas. Un acoso a lo más recóndito de ese laberinto que es la memoria. Son la soledad de mis amaneceres perdidos. Estás al fondo goteando madrugadas y puedo oler el sueño que tu piel regala.
Nunca más he vuelto a ver una playa niquelada por la luna. He recorrido idénticos lugares durante horas pero jamás sentí lo mismo. Es como si con ella se hubiesen marchado los colores sepias y hasta la sal del agua. Martina se lo llevó todo. Lo único que me dejó fué esta historia, que quizás al yo contarla, me devuelva esa parte de mí que me ayudó a descubrir y se llevó consigo.
Martina se sentaba inmóvil a la hora en que las gaviotas se adueñaban de la playa. Su cuerpo dorado, del color de la arena, se confundía con el paisaje en un camuflaje perfecto, y era como si no estuviese. Los pájaros se posaban tan cerca de ella que podía tocarlos con alargar un brazo, pero permanecía en la misma postura hasta que el sol se ocultaba. A la escasa luz del anochecer me costaba volver a encontrarla si apartaba los ojos de ella. Solo el leve vaivén de su melena la delataba. Era el espíritu de la playa, un cuerpo formado de granos de arena que el viento arrastraba hasta depositarlos uno a uno, en el lugar preciso.
_ Una mujer como tú no debería vagar de un país a otro robándoles el sol._ Pero ella parecía leerme el pensamiento. Prácticamente no se veía y su voz pareció llegarme de lejos, como un encantamiento.
_ Ninguna llamada ha sido nunca tan fuerte como para conseguir que me quede.
_Estás aquí, por lo tanto ahora me perteneces.
_Solo porque tú lo dices.
_ Sí_ Pero no era verdad y yo lo sabía.
La primera vez que la vi era un medio día caluroso. Salía de la oficina con un maletín en la mano y con la otra me aflojaba el nudo de la corbata, sabiendo que almorzaría sólo en cualquier restaurante de comida rápida, atestado de personas que como a mí, nadie esperaba en casa. Arrastraba un poco los pies, desganado, esperando que ellos decidieran el rumbo, y al torcer la esquina, una percepción tan inesperada como desconocida me hizo detener. Una envoltura invisible, un microclima, me transportó sensorialmente a una playa de arenas finas y olas burbujeantes. El aire se agitó levemente, fresco, y sin entenderlo, algo vino a alterar al hombre de ciudad que había en mí. Y desde entonces su olor salado se me pegó al recuerdo; imposible desacerme de él. Allí, de espaldas a mí, mirando a la calzada como si esperara un coche, estaba Martina. Todo ocurrió en cuestión de segundos. Giró de pronto la cabeza y nuestras miradas se encontraron fugaces. De repente, echó a andar envuelta en una masa humana que la empujaba a la otra acera. Lo último que recuerdo fueron unos deseos acuciantes de correr hasta llegar a algún mar...
Rompiendo el hilo de mis pensamientos echó a correr hasta que desapareció. Podía oírla chapotear, deslizarse por encima de las olas, sumergirse y volver a reaparecer como un surtidor. Me acerqué a la orilla. La oscuridad era absoluta, y yo, empecé a sentir la angustia de los desamparados, esa que se clava en mitad del pecho y solo el poder mágico de un suspiro hondo, o un abrazo reconfortante pueden disipar. Lo que resultaron minutos de espera parecieron horas. La soledad me dominó ordenando salir de la noche un miedo sobrenatural que se apoderó de mí. El corazón me latía con fuerza y escudriñaba, en medio de tanta negrura, algún indicio de Martina. Cuando al fin la vi salir del mar chorreando agua, fuí hacia ella para envolverla con una toalla, pero se la tragó la noche. Durante unos pocos segundos la perdí de vista, y ese suspiro que iba creciendo, que estaba a un paso de llevarme a lo más alto, liberándome así, con su estallido del desasosiego, se cortó de repente dejándome sin respiración. Casi en seguida unos dedos mojados me rozaron el hombro. Gotas frías me recorrieron el brazo hasta resbalar por la punta de los dedos. Pude oír el estallido de cada gota al chocar contra la arena, y eso me hizo reaccionar. Rápidamente la apreté contra mi cuerpo a la vez que la cubría, y en ese instante volví a recuperar mi seguridad.
_Quería nadar hacia dentro, pero las olas me devolvían a la orilla una y otra vez. Ha sido una lucha perdida de antemano.
Yo noté la misma sensación... como si una fuerza mayor me arrastrara a lugares donde no quisiera volver...lugares que se ocultan en lo más profundo de nuestros recuerdos.
Se tumbó sobre una manta muy cerca del fuego que había encendido mientras yo la dejaba hacer, un poco inconscientemente, embebido en el recuerdo de nuestro primer encuentro. La vi tumbada en la manta, decía, con los músculos relajados bajo su piel morena. Sabía que se marcharía de mi lado. Su cuerpo era una ondulación más del terreno e imaginé que era transportada de nuevo, partícula a partícula, grano a grano, por el viento para volver a caer y reconstruirse en otra playa muy lejana...La onda de tu beso se pierde en el espacio. La entreveo vagar entre nebulosas, un viaje a través del vacío, y más allá,

Cuando Martina corría desnuda al sol era como si un montón de luciérnagas revoloteasen sobre sus hombros. Yo la observaba desde lo alto de una duna e imaginaba que huía de esa inmensidad de arenas doradas, como ella misma, y del mar. Sentía impulsos de correr hacia ella, abrazarla, pero me contuve. Opté por la espera, esa paciente impaciencia que hacía luego el abrazo más denso. Desde mi postura de observador pasivo ocultaba una persona deseosa de sentirla cerca, tocar la tibieza de su piel, probar sus besos salobres. Esa mezcla de olores, a algas, a piel mojada y mar revuelta, me envolvía, y a medida que se acercaba iba calando más y más en mí hasta que me consumía. Se paró en frente y ladeó un poco la cabeza para hacerme sombra en los ojos.
_He ido._ Me la quedé mirando interrogante, esperando algo más, pero ella pareció haber terminado. Al cabo de un rato siguió hablando como si yo no estuviese.
_ Al cementerio de las caracolas. Esta mañana había cientos de ellas, relucientes de agua. Te lo has perdido.
_ Sí._ La última palabra flotó unos segundos encima de nosotros.
No quise acompañarla como la mañana anterior en la que paseamos hasta el montón de conchas y caracolas que el mar arrojaba, según Martina, siempre en el mismo lugar. Era un sitio extraño en el que los esqueletos cobraban vida al retirarse una ola y me sobrecogí. Quería alejarme del cementerio inmediatamente. Un sexto sentido me alertaba del peligro y al mismo tiempo mi “yo” racional se resistía a creer amenazadoras unas cuantas caracolas vacías. No sé si Martina intuyó mis temores o si fue ella, quien valiéndose de medios que yo desconocía, me atrajo hasta allí y me los inculcó. Lo cierto es que puso una mano en mi hombro diciendo:
_ A veces las personas nos abandonamos, nos dejamos arrastrar y acabamos amontonadas y tan vacías como ellas.
Siguió hablando de vuelta a nuestro improvisado campamento sobre la misma idea. Cómo los hombres nos estregamos en cuerpo y alma a una competencia desbocada día tras día, año tras año, a menudo durante toda una vida, sin una meta concreta. Nos olvidamos de abrir una rendija hacia el interior y asomarnos para descubrir con qué queremos realmente llenar nuestras existencias.
_ ¿Y qué has vertido tú en la tuya?_ Pregunté estúpidamente, porque ella me contestó sin vacilar.
_ No se trata de hurgar en los interiores ajenos.
Anduvimos en silencio el resto del camino. Martina era consciente de que yo intentaba asimilar todo su monólogo, para meterme de lleno en su respuesta y continuar más allá, profundizando en mí mismo.
Pero ese día no quise acompañarla al cementerio de las caracolas, como ella lo llamaba, por el simple placer de verla alejarse, despacio, y esperar su vuelta, radiante con el pelo al viento... Y también porque sentía una imperiosa necesidad de estar sólo, lo que antes más me angustiaba. Algo en mí empezaba a cambiar.
Después de aquel primer choque con mi realidad, comencé a pasear en solitario y los grandes silencios solo eran rotos por el chasquido de alguna gaviota. Empecé a comprender qué me atrajo hasta allí: necesidad de mí mismo.
Rastrillaba la arena con los dedos de los pies absorto en un mundo lejano en el que hombres, máquinas y edificios se entretejían en un revoltijo caótico. A la vez sentía cómo la inmensidad a mí alrededor me impregnaba de un dócil arrullar de olas y de brisa marina, de ese concierto que solo para mi soledad sonaba. Al mirar hacia arriba vi recortada contra el sol a la mujer del color de la arena. Tenía esa extraña facultad que poseen algunas personas para sosegar los espíritus inquietos. Sentí cada grano arañar en la planta de mis pies y me convencí que tenían vida propia y capacidad para nutrir a otro ser.
_Tu sonrisa es hemostática._ En esa afirmación condensé cuanto quería decirle y ella lo entendió así.
_ A veces creo que no comprendes nada, pero sé que me engañas._ Dijo. Y atrapado en el fondo de sus ojos marinos tomé conciencia de cuánto me había cambiado nuestra corta relación. Entonces comprendí lo mucho, muchísimo que la necesitaba. La había necesitado durante años y ahora nada podía hacer para retenerla. Madrugadas de azúcar aquellas en la que se me pegaba al cuerpo, aún dormida, buscando cálidas caricias. El olor de su piel, a sueño, me obligaba a envolverla en mi regazo y despertaba poco a poco con suavidad gatuna. Y luego su sonrisa, cuando ya era consciente de mi presencia. Esa sonrisa que me transportaba a la más absoluta felicidad.
Juntos recorrimos senderos desconocidos para mí. Los sentidos cobraron vida propia y aprendí a verla con los ojos del que no está, de forma que podía percibir la tibieza de su piel solo con que Martina me mirase con sus ojos nacarados, y el recuerdo de su boca me anticipaba el sabor de sus besos salobres, y un revuelo de su melena me envolvía en una fresca brisa.
Cuando me despedí de ella oscureció en la playa. Las sombras se arrastraron como sabandijas y la noche se apoderó de nosotros. La puesta de sol tocó a su fin y mi relación con Martina también. Desde ese momento algo de ella se agazapó en mi interior, y aunque volví a mis quehaceres habituales la ansiedad me impedía rendir en cualquier aspecto de mi vida. Cada vez que la recordaba intentaba escapar de mí como escapa el aire por una rendija. Una fuerza destructiva me obligaba a hablar de ella y como no accedía a sus deseos me devoraba por dentro y me debilitaba. Las horas muertas. Un acoso a lo más recóndito de ese laberinto que es la memoria. Son la soledad de mis amaneceres perdidos. Estás al fondo goteando madrugadas y puedo oler el sueño que tu piel regala.
Nunca más he vuelto a ver una playa niquelada por la luna. He recorrido idénticos lugares durante horas pero jamás sentí lo mismo. Es como si con ella se hubiesen marchado los colores sepias y hasta la sal del agua. Martina se lo llevó todo. Lo único que me dejó fué esta historia, que quizás al yo contarla, me devuelva esa parte de mí que me ayudó a descubrir y se llevó consigo.
Foto de Pedro Guillen Falcón
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