30 agosto 2013

María José Collado

               

Máscara



Cruza el umbral, vergel de sencillez,
deja su otro rostro, el de metal,
rígido, inanimado en la pared.
En las habitaciones de su casa
recupera el molde de sus rasgos,
la sensatez, el hilo del corazón.
Cae debilitada la costra, expira
por todos los sumideros de la piel,
regresa al origen placentero.
La indiferencia, la impostura,
capas unidas a la ropa triste,
a la exigencia de reglamentos,
fulminadas como molestas moscas.
Desahogado el tiempo respira
se hace música, idea, horizonte,
santuario único, inexpugnable.
Fuera ladra la noche apaleada
por uniformes y llaves inglesas,

pacta un armisticio con la luna.




Pintura de : Antonia Naranjo Paris.

Antonio García Villarán




CONFESIONES

Confieso que he vivido,
aunque no lo suficiente,
que las religiones me dan pena
y la muerte me da risa.
Confieso que me llevaron
más de una vez en taxi al piso
y al día siguiente
no me acordaba de nada.
Confieso haber tocado las tetas
de Madmoiselle Espina
en la boca de una esquina
con siete puertas.
Confieso haber comprado
mil cosas inútiles
a precios inútiles
y haberme sentido importante
por tener un objeto bello,
que me gusta tragarme sólo mis miserias
y acabar de vez en cuando
a la 6 de la mañanal
lamando hermano
a algún desconocido.
Confieso que lloro, claro, como todos,
aunque aprendí a hacerlo para adentro
y no molestar así a los vecinos.
No es ningún secreto
que escondo perlas de sal
en cuevas donde nadie
podrá nunca admirarlas,
que tengo la edad perfecta
para pasar de largo
por mi segunda adolescencia.
Confieso que después de jugar limpio
contra el sistema
el sistema me pateó las costillas,
y sus hombres de paja
se rieron en mi cara
y ni los abogados pudieron parar
su tromba de pedradas,
también confieso
que os la tengoguardada.
Foto de Ideas

Almudena Guzmán






Poeta española nacida en Madrid en 1964.
Licenciada en Filología Hispánica, obtuvo su Doctorado con una tesis sobre Francisco de Quevedo.
Su obra poética tiene una marcada tendencia neo-surrealista con una gran expresión de la sensualidad reflejada
en un lenguaje sincero y natural.
Colabora habitualmente con artículos de opinión en el diario ABC.
Entre las distinciones obtenidas figuran el accésit del Premio de Poesía Puerta del Sol en 1981, el Premio de Poesía
Altair
en 1984, el accésit del Premio Hiperión de Poesía en 1986 y el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla
en 1988.
De su obra se destacan: «Poemas de Lida Sal» en 1981, «La playa del olvido» en 1984, «Usted» en 1989,
«El libro de Tamar» en 1989 y «Calendario». ©






Esto ya va mejor...


Esto ya va mejor.
Ya no le tengo miedo.

Y me complace que usted,
como quien no quiere la cosa,
haya fijado el barniz de sus ojos en mis piernas.

J.S. Del Viejo



Haíkus




¿ como no llorar
si el dolor quebranta
en nuestro interior ?

GABRIEL CELAYA,




Cerca y lejos




Más allá del pecado,
indecible, te adoro,
y al buscar mis palabras
sólo encuentro unos besos.


En el pecho, en la nuca,
te quiero.
En el cáliz secreto,
te quiero.

donde tu vientre es combo,
fugitiva tu espalda,
oloroso tu cuerpo,
te quiero

Fernando Sabido Sánchez,




Fragilidad




No debo permanecer un día más en la fragilidad
y ni siquiera recuerdo de qué huía
cuando acepté implicarme en este desorden
o sentarme a tomar el sol con los ancianos

una mujer me cerró la puerta de su casa
sin querer escucharme
y me siento capaz de recomponer en otro lugar
las piezas desgastadas del rompecabezas

Sonia San Román



Cera


Cuando la cabeza duele
hay en la sien
un nudo de tristeza agazapado,
una madeja de lágrimas fuera de sitio,
una canica de horas no soñadas.

Cuando la cabeza duele
se observa el mundo a media luz
con las gafas caídas y los ojos entreabiertos,
mirando bajito,
con miedo al martillazo.

Así hoy,
con dolor de cabeza,
veo al papa de Roma
huyendo hacia el cielo
(en helicóptero),
caer los salarios,
subir los impuestos,
crecer los sobres marrones
en los bolsillos de los trajes
y derretirse la corona
como la cera líquida,
como el Inocencio X
de Francis Bacon.

Pensándolo bien
puede que sea cera
eso que duele dentro en mi cabeza:
cera dura y compacta
pegada al hueso
entre el ojo y la sien.
Cera de cirio.
Cera de asco.
Cera de cubrir estiércol
para que sigamos comiendo
manzanas podridas.

La cera del engaño,
derretida,
y nosotros, comiendo,
a sabiendas,
carne muerta. 

29 agosto 2013

Juan Pan García


NO SOY DE PIEDRA




Salí del ascensor arrastrando mi maleta de ruedas y me dirigí al coche que tenía aparcado enfrente del portal. Mi reloj marcaba las tres de la tarde y el viaje estaba programado para hacer noche en Madrid.
En la puerta del edificio estaba  Elena, una vecina del 5º, con un niño de dos años en brazos; la saludé al pasar y ella me sorprendió con una pregunta:
— ¿Te marchas otra vez?
— Sí.
— Qué suerte tienes.
— ¿Suerte irme lejos de mi casa?
— Al menos ves mundo y vives la vida.
- ¿Ver mundo? Mi mundo eres tú, chiquilla. Cada vez que te veo pasear con ese niño en brazos envidio las caricias y los besos que le das.
La miré a los ojos unos segundos para ver su reacción y ella me correspondió con ojos llenos de emoción y a punto de brotar lágrimas.
Me subí en el auto, metí la llave de contacto y lo arranqué. Mientras se calentaba el motor me quedé observando a aquella mujer que de pie enfrente del coche no cesaba de mirarme. Estaba turbado, no comprendía qué motivos tenía ella para sentirse así de triste, ni por qué estaba allí y me había dicho lo que dijo. Durante todo el camino fui pensando en ella y tratando de descifrar el mensaje que fluía de su mirada.
Supuse que se sentía presa en su hogar, que añoraba la libertad de desplazarse y conocer mundo y otras personas, que su hogar había cesado de ser un nido de amor y se había convertido en una cárcel, algo odioso, por eso sería que me dijo “Qué suerte tienes”.
Sin embargo, hacía apenas cinco años que estaba casada, y tenía un hijo precioso de su matrimonio, con 2 añitos. Era joven, 28 o 30 años, y muy atractiva. Su marido tenía un trabajo fijo, trabajaba sólo 8 horas y ganaba un buen sueldo, al contrario que la mayoría de vecinos, que realizábamos jornadas de sol a sol. Parecía una familia feliz. ¡Qué cosas! ¿Qué sucedía en ese matrimonio?
Un mes más tarde vine a pasar unos días en casa, y me encontraba sentado en mi salón viendo las noticias cuando llamaron a la puerta. Era mi vecina, allí estaba toda nerviosa y con el niño en brazos.
— ¿Qué deseas? — le pregunté.
— Nada, he visto el coche y he venido a saludarte. ¿Qué tal el viaje?
—Bien, aún no hemos acabado la obra; el domingo salgo otra vez para allá.
— ¡Qué bien!
— ¿Quién es?–Dijo mi esposa desde la cocina.
—Elena, la vecina del 5º—contesté
— ¿Qué quiere?
— No sé, ahora hablará contigo.
La invité a entrar en la casa y se sentó en el salón. Mi mujer se acercó y comenzamos a hablar de todo: del tiempo, del trabajo, de la monotonía del barrio: un dormitorio sin ningún atractivo ni comercios, aparte los consabidos bares en cada esquina.
Yo salí a la calle y las dejé conversando. Se celebraba la fiesta del Carnaval, que duraba toda una semana, y estuve con unos amigos escuchando cantar a unas comparsas. Al volver me encontré con Elena esperando el ascensor y vi que se ruborizaba, entré con ella y nada más comenzar a elevarse le cogí la cara y la besé. Ella se separó de mí bruscamente y me empujó; yo me quedé desconcertado sin saber qué decir. Entonces ella me dijo: ¿Te has vuelto loco? Aquí cualquiera puede vernos.
Ella descendió en la 2ª planta y antes de que se cerrase la puerta del ascensor se volvió y mirándome a los ojos me dijo con voz queda: “Esta noche te espero a las doce".
Yo continué hacia arriba, me limpié la cara y alisé el cabello para entrar en mi casa.
Esa noche me vestí con un disfraz y me fui al centro solo, a mi esposa le dije que había quedado con una peña de amigos y que nos íbamos a hartar de beber. Ella, en esas condiciones no quiso acompañarme. Fui dando tumbos por Cádiz hasta que llegó la hora de la cita.
Entré en el edificio a oscuras, llamé al ascensor y me detuve en el 5º piso. El corazón parecía querer estallar en mi pecho, temía que cualquiera pudiese salir en el momento crucial y sorprenderme en una planta que no era la mía, y disfrazado de El Zorro.
Abrí despacio la puerta del elevador y sentí un pequeño chasquido: la puerta de la derecha se abrió sin encender la luz y entré directamente en el apartamento. Ella me hacía señal de guardar silencio con un dedo cruzado en la boca. Cerró la puerta y se abrazó a mí; estaba completamente desnuda debajo de la bata de seda. Me arranqué el disfraz que llevaba y nos besamos largamente en la boca. Sentía su cuerpo palpitar contra el mío, sus labios temblaban y respiraba agitadamente. Me aparté un poco para desnudarme y entré en el baño; vi que yo estaba sucio y con la cara tiznada por el disfraz, me metí en la ducha y ella se quedó fuera observando.
Cuando acabé me alcanzó una toalla grande y suave y apenas comencé a secarme ella se acercó y me besó en la cara…, y fue descendiendo llenando mi cuerpo de besos. Yo estaba que no cabía en mí de excitación, de gozo y de sorpresa. Sentí la suavidad de su mejilla en mi vientre y el calor de sus labios, la humedad cálida de su boca… Acaricié un momento su cabello y luego la levanté y la conduje hasta su cama con la mano sobre sus nalgas.
Ella se sentó en el borde y luego se echó hacia atrás, levantando sus piernas y dejándolas en el filo de la cama. La persiana estaba levantada y la luz de la plaza penetraba débilmente en la habitación y se reflejaba en el gran espejo situado sobre la cómoda, permitiendo ver en suave penumbra lo que allí sucedía. Contemplé admirado las suaves dunas de claros y sombras que dibujaba la luz en su cuerpo y me arrodillé junto a ella en el suelo. Puse mis labios sobre su piel temblorosa y me perdí en la espesura del tapiz que cubría su pubis. Sentí el perfume a jazmines y hierbas frescas, observé cómo los pétalos de su rosa se humedecían con el rocío de la noche; busqué el manantial de la vida, aquél que me atraparía durante los minutos que siguieron, proporcionándome una ilusión,un deseo de vivir, una alegría que se manifestaría luego en mi rostro y en mi comportamiento con los demás.
Sentí los dedos de ella entre mis cabellos presionando levemente y llevándome derecho al lugar oculto y bendito, la fuente de su deseo. Al poco tiempo su voz suave se convirtió en un murmullo incomprensible, unos suspiros entrecortados y un grito ahogado que acompañaban a los espasmos de su cuerpo quebrándose y retorciéndose al sentirse morir en vida, la vida escapando de gozo y locura, de pasión y de miedo. Me levanté y contemplé un momento su agitado cuerpo, su respiración acelerada recobraba su ritmo normal y me incliné sobre ella, la besé y abracé su estrecho cuerpo. Sus piernas me rodearon como pulpos hambrientos. Y entonces sucedió el milagro: dos cuerpos desconocidos, ignorados hasta ese momento, danzando al mismo tiempo, y al compás de la música divina del deseo  se ponían de acuerdo en el ritmo y el movimiento sin ningún tropiezo, murmurando palabras de amor e intercambiando besos… ¡Oh Dios!...
Nos quedamos largo tiempo tumbados en silencio mirando al techo y luego poco a poco nos giramos el uno hacia el otro y se reanudaron las caricias y los besos; pasé la mano suavemente por las suaves dunas de su pecho y cogí entre mis dedos las fresitas que  se erguían al trasluz. Las observé y las besé, antes de atraparlas con mis labios y morderlas suavemente: Le hice un poco de daño y ella se giró en la cama y quedó boca abajo con el cabello suelto a un lado y los brazos extendidos. Yo me alcé sobre un codo y la admiré de nuevo. Los claro oscuros bellísimos que producían la escasa luz que se proyectaba en su cuerpo resaltaban las dos preciosas colinas blancas y un valle oscuro en medio que me llenaba de deseo.

Me acerqué aún más a la delicada escultura de mármol gris que yacía a mi lado y recorrí su espalda con mis labios, apenas rozando su delicada piel, que sufría escalofríos de vez en cuando al sentir lo que le estaba haciendo; bajé por las sombras y las luces y acaricié cada duna de su cuerpo blanco y fuera ya de mí, excitado, enfebrecido de tormento la elevé sobre sus rodillas y pegué mi cara a su piel dulce, cálida y suave como la seda. La besé y mordí,  comí y bebí de sus fuentes hasta saciarme; luego me coloqué detrás y entré en su templo de amor… Allí perdí la razón, la noción del tiempo. Comenzaron de nuevo los giros, los pasos lentos, las danzas amorosas... y sentí venir la muerte al faltarme el aire, al explotar mi pecho y mis entrañas, al caer sin sentido sobre su espalda primero y luego sobre el costado en el lecho. Me olvidé de todo: del trabajo, de los míos, de los suyos, del teléfono y de todos mis deberes y derechos… ¿Para qué preocuparme, si ya no estaba en este mundo?
A las cinco me levanté, una hora antes del regreso de su marido, que trabajaba en el turno nocturno: La vi medio dormida y la dejé descansar. Me vestí despacio y salí en silencio del apartamento; llamé al ascensor...

Al día siguiente, el sol había salido como de costumbre, las mujeres iban a la compra y los autobuses pasaban rozando los coches aparcados en doble fila. Todo seguía igual que antes. Todo menos yo… Yo era otro hombre.
FIN



Reme Alvarez Díaz

Reme Alvarez Díaz

Por qué no


Te leo y no creo  tus palabras
como comprar una prenda 
sabiendo su tallaje diez
y al pagarla, adelgazáramos;
como cuando al reiniciar el ordenador 
esperamos  que esta vez sí  funcione
o como, si obviando el paraguas, no lloviera.

No quiero creer en tus palabras, 
como no creo en la inmortalidad del llanto,
que pierda tu mano la belleza 
cuando tengo miedo,
del  pasado que forjó mi risa.

Te leo y no te entiendo
como cuando viajamos a Japón
y las letras parecían flores
sin importarnos el dónde 
porque sabíamos el porqué;
o cuando despertábamos  y eran las cuatro
sin importarnos el dónde 
porque sabíamos el porqué.

No creo ni quiero entender tus palabras
porque una vez me puse la prenda,
otra vez anduvo el ordenador ,
no llovió un día que olvidé el paraguas…
¿Por qué esta vez no puede significar “hola” el “adiós”? 

Ada Salas






Ya no será la paz

Ya no será la paz.

Han besado
mis ojos

tu terrible desnudo.

Francesca Gargallo



Francesca Gargallo es italiana de nacimiento y mexicana de vocación. Nació en 1956. Es novelista, poeta, periodista y ensayista, así como profesora universitaria, radicada en México. Es también una feminista autónoma que desde el encuentro con mujeres en diálogo ha intentado una acción para la buena vida para las mujeres en diversos lugares del mundo. Licenciada en Filosofía por la Universidad de Roma “La Sapienza” y maestra y doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México, se ocupa de historia de las ideas feministas y busca entender los elementos propios de cada cultura en la construcción del feminismo, entendido como una acción política del “entre mujeres” y las reacciones que despierta en la academia, el mundo político, la vida cotidiana. Enamorada de la plástica, busca entre las artistas una expresión del placer y la fuerza del ser mujeres; narradora, encuentra en sus personajes la posibilidad de proponer otros puntos de vista sobre la realidad que no sean misóginos; viajera, le da valor a los pasos de las mujeres y el encuentro sobre un mundo que les pertenece. En 2002, ganó el premio a la historia del Caribe con Garífuna Garínagu, Caribe. En 2006 obtuvo la primera mención en el Premio Libertador al Pensamiento Crítico (Venezuela) por su ensayo Ideas feministas latinoamericanas. Ha publicado entre otros libros Saharauis. La sonrisa del sol, historia (2006), Manantial de dos fuentes, novela (1994), Los pescadores del Kukulkán, novela (1995), Calla mi amor que vivo, novela (1990), Tan derechas y tan humanas. Manual ético de los derechos humanos de las mujeres (2000), y A manera de retrato una mujer cruza la calle, poesía (1990) y varios cuentos infantiles. Recientemente ha publicado Estar en el mundo; Marcha seca; La decisión del capitán, entre otras novelas. Su libro de cuentos Verano con lluvia ha sido muy bien recibido por la crítica.




CIUDAD JUAREZ



La muerte es un zapato vacío de mujer
en el desierto indiferente
sequía de sueños
una madre que grita.
La violencia es el grito
el deber del grito
la telaraña de mentiras que sofoca el grito.
La violencia es la trampa donde cae
la mujer que pierde el zapato
trabaja doce horas sin afecto
y no puede abortar a pesar de la eclampsia
el abandono
la violación
el hambre mismo.
Un zapato sin mujer es testigo
un trozo de media
el pelo negro desparramado en el desierto que llora
que gime como la muerte.
La madre recoge el zapato
lo arranca de la mano de un policía indiferente
lo lee.

La hermana levanta el rostro
la amiga la mira, se miran, sueñan plantando sus pies en la tierra.


Patricia Liliana Boero



Patricia Liliana Boero. Nació en Buenos Aires, Argentina. Es docente universitaria. Realizó, entre otros, estudios de Artes Visuales y Restauración de Obras de Arte. Ha publicado sus trabajos en varias revistas electrónicas y colabora en forma permanente con La Blinda Rosada. Fue ganadora de la Marathon de Poesía 99 organizada por la mencionada publicación y la Fundación de Poetas de Mar del Plata. Dirige la revista Zona Moebius.




AURORA CONSURGENS I



El uno cambia su aliento
sobre el vaso de estrellas
pasa por el cedazo el alfabeto
remite toda nada hacia su gesto táctil

talladura del ojo,
de la boca, del hambre de tocar
mesa tendida
copas, que no se alzan.

El otro, aterida la mano
que penetró en lo hondo
y abrió un pozo en el pecho
la extiende hacia el vacío.

La sangre se coagula,
y esboza un corazón
de alas batientes.

Hijo de todas las rozaduras de la espina
se exilia de raíz,
puertas afuera.

La casa es su abertura
y hasta el final del escalón
hacen los vientos remolino.

¿No es acaso el desierto
canto de mares que no se han retenido?

También lo hueco
vibra
con lo que fue arrancado.


Patricia Liliana Boero

27 agosto 2013

GIOCONDA BELLI




REGLAS DEL JUEGO PARA LOS HOMBRES

QUE QUIERAN AMAR A MUJERES MUJERES


I

El hombre que me ame

deberá saber descorrer las cortinas de la piel,

encontrar la profundidad de mis ojos

y conocer lo que anida en mí,

la golondrina transparente de la ternura.

II

El hombre que me ame

no querrá poseerme como una mercancía,

ni exhibirme como un trofeo de caza,

sabrá estar a mi lado

con el mismo amor

conque yo estaré al lado suyo.

III

El amor del hombre que me ame

será fuerte como los árboles de ceibo,

protector y seguro como ellos,

limpio como una mañana de diciembre.

IV

El hombre que me ame

no dudará de mi sonrisa

ni temerá la abundancia de mi pelo,

respetará la tristeza, el silencio

y con caricias tocará mi vientre como guitarra

para que brote música y alegría

desde el fondo de mi cuerpo.

V

El hombre que me ame

podrá encontrar en mí

la hamaca donde descansar

el pesado fardo de sus preocupaciones,

la amiga con quien compartir sus íntimos secretos,

el lago donde flotar

sin miedo de que el ancla del compromiso

le impida volar cuando se le ocurra ser pájaro.

VI

El hombre que me ame

hará poesía con su vida,

construyendo cada día

con la mirada puesta en el futuro.

VII

Por sobre todas las cosas,

el hombre que me ame

deberá amar al pueblo

no como una abstracta palabra

sacada de la manga,

sino como algo real, concreto,

ante quien rendir homenaje con acciones

y dar la vida si es necesario.

VIII

El hombre que me ame

reconocerá mi rostro en la trinchera

rodilla en tierra me amará

mientras los dos disparamos juntos

contra el enemigo.

IX

El amor de mi hombre

no conocerá el miedo a la entrega,

ni temerá descubrirse ante la magia del enamoramiento

en una plaza llena de multitudes.

Podrá gritar -te quiero-

o hacer rótulos en lo alto de los edificios

proclamando su derecho a sentir

el más hermoso y humano de los sentimientos.

X

El amor de mi hombre

no le huirá a las cocinas,

ni a los pañales del hijo,

será como un viento fresco

llevándose entre nubes de sueño y de pasado,

las debilidades que, por siglos, nos mantuvieron separados

como seres de distinta estatura.

XI

El amor de mi hombre

no querrá rotularme y etiquetarme,

me dará aire, espacio,

alimento para crecer y ser mejor,

como una Revolución

que hace de cada día

el comienzo de una nueva victoria. 

Alicia Calero Cervera

El bals del tocador




La vida me sonríe
y yo dibujo sonrisas en su espalda.
Hay un pez en mi pared,
un elefante en mi escritorio,
una luna cuelga del techo
y el fantasma de un perro
brilla ante mi cara.
Oigo voces de niños
que me dicen guapa
y en mi pared se escriben letras
que hablan sobre mis gracias.
Y yo sonrío pensando
el poco caso que le hago.
Pero es curisoso
que el robot de mi balcón
me recuerde que valgo más
que un tocador.
Y las flores me tiran besos
y yo se los devuelvo
y sonrío a la basura
que me mira con alegría
y doy vueltas de campana
hasta llegar a tu ventana.
Y la noche se juntará con el día
y las hormigas nos harán compañía!

Ernesto Cardenal





Acuarela

Los ranchos dorados cercados de cardos;
chanchos en las calles;
una rueda de carreta
junto a un rancho, un excusado en el patio,
una muchacha llenando su tinaja,
y el Momotombo
azul, detrás de los alegres calzones colgados
amarillos, blancos, rosados.


Irene Sánchez Carrión.





 


"Los ojos ven, el corazón presiente."
                                                                       Octavio Paz

Al final

Que pocas cosas duelen. Digamos, por ejemplo,
que se puede no amar de repente y no duele.

Duele el amor si pasa
hirviendo por las venas.
Duele la soledad,
latigazo de hielo.

El desamor no duele. Es visita esperada.
No duele el desencanto. Es tan sólo algo incómodo.

Somos así, mortales
irremediablemente,
sin duda acostumbrados
a que todo termine.

De "Porque no somos dioses" 1998

Maria Eleonor Prado Modinger



PLACEBO



La risa le taladró el pensamiento y una fuerza inconmensurable se apoderó de su mente, le bajó hacia el alma y le inyectó la potencia necesaria para dar ese golpe en el estómago a Sandra que más tarde la precipitaría al suelo; las patadas vinieron luego. Un charco de sangre bañó la alfombra de lanilla que habían comprado 20 años antes, cuando los limoneros en una danza rebosante daban frutos obesos, jugosos y no los famélicos amarillos que ahora colgaban tímidamente de las ramas octogenarias del jardín. Nada era como lo había fantaseado, ahora la holgura se estrechaba, los pies se achicaban, la giba adornaba la dorsal y los dientes en sus traviesos rieles bailaban la última danza carnal. Un vaso de tinto masticado por el borde agrio de la parra más austera dejaba entrever que la curadera no lo abandonaría esa noche, es más, mojó el vértice más agudo de sus labios y embebió unas gotas para alojarlas en la boca muerta de la mujer como modo de revivirla pese a que ya había dejado su vestido. Los guindos hoy no dejan flores por debajo del espesor del pasto raleado, el humo de su cigarrillo las cenizas y sus uñas el crespón que arrancó luego del girón violento de su ira; hoy fenecen las ligustrinas, su lengua, sus ojos, su despiadado corazón en el frontis de la ignorancia, en el paredón de los condenados.