NO SOY DE PIEDRA
Salí del ascensor arrastrando mi maleta de ruedas y me dirigí al coche que tenía aparcado enfrente del portal. Mi reloj marcaba las tres de la tarde y el viaje estaba programado para hacer noche en Madrid.
En la puerta del edificio estaba
Elena, una vecina del 5º, con un niño de dos años en brazos; la saludé al
pasar y ella me sorprendió con una pregunta:
— ¿Te marchas otra vez?
— Qué suerte tienes.
— ¿Suerte irme lejos de mi casa?
— Al menos ves mundo y vives la vida.
- ¿Ver mundo? Mi mundo eres tú, chiquilla.
Cada vez que te veo pasear con ese niño en brazos envidio las caricias y los
besos que le das.
La miré a los ojos unos segundos para ver
su reacción y ella me correspondió con ojos llenos de emoción y a punto de
brotar lágrimas.
Me subí en el auto, metí la llave de contacto
y lo arranqué. Mientras se calentaba el motor me quedé observando a aquella
mujer que de pie enfrente del coche no cesaba de mirarme. Estaba turbado, no
comprendía qué motivos tenía ella para sentirse así de triste, ni por qué
estaba allí y me había dicho lo que dijo. Durante todo el camino fui pensando
en ella y tratando de descifrar el mensaje que fluía de su mirada.
Supuse que se sentía presa en su hogar,
que añoraba la libertad de desplazarse y conocer mundo y otras personas, que su
hogar había cesado de ser un nido de amor y se había convertido en una cárcel,
algo odioso, por eso sería que me dijo “Qué suerte tienes”.
Sin embargo, hacía apenas cinco años que
estaba casada, y tenía un hijo precioso de su matrimonio, con 2 añitos. Era
joven, 28 o 30 años, y muy atractiva. Su marido tenía un trabajo fijo,
trabajaba sólo 8 horas y ganaba un buen sueldo, al contrario que la mayoría de
vecinos, que realizábamos jornadas de sol a sol. Parecía una familia feliz.
¡Qué cosas! ¿Qué sucedía en ese matrimonio?
Un mes más tarde vine a pasar unos días en
casa, y me encontraba sentado en mi salón viendo las noticias cuando llamaron a
la puerta. Era mi vecina, allí estaba toda nerviosa y con el niño en brazos.
— ¿Qué deseas? — le pregunté.
— Nada, he visto el coche y he venido a
saludarte. ¿Qué tal el viaje?
—Bien, aún no hemos acabado la obra; el
domingo salgo otra vez para allá.
— ¡Qué bien!
— ¿Quién es?–Dijo mi esposa desde la
cocina.
—Elena, la vecina del 5º—contesté
— ¿Qué quiere?
— No sé, ahora hablará contigo.
La invité a entrar en la casa y se sentó
en el salón. Mi mujer se acercó y comenzamos a hablar de todo: del tiempo, del
trabajo, de la monotonía del barrio: un dormitorio sin ningún atractivo ni
comercios, aparte los consabidos bares en cada esquina.
Yo salí a la calle y las dejé conversando.
Se celebraba la fiesta del Carnaval, que duraba toda una semana, y estuve con
unos amigos escuchando cantar a unas comparsas. Al volver me encontré con Elena
esperando el ascensor y vi que se ruborizaba, entré con ella y nada más
comenzar a elevarse le cogí la cara y la besé. Ella se separó de mí bruscamente
y me empujó; yo me quedé desconcertado sin saber qué decir. Entonces ella me
dijo: ¿Te has vuelto loco? Aquí cualquiera puede vernos.
Ella descendió en la 2ª planta y antes de
que se cerrase la puerta del ascensor se volvió y mirándome a los ojos me dijo
con voz queda: “Esta noche te espero a las doce".
Yo continué hacia arriba, me limpié la
cara y alisé el cabello para entrar en mi casa.
Esa noche me vestí con un disfraz y me fui
al centro solo, a mi esposa le dije que había quedado con una peña de amigos y
que nos íbamos a hartar de beber. Ella, en esas condiciones no quiso
acompañarme. Fui dando tumbos por Cádiz hasta que llegó la hora de la cita.
Entré en el edificio a oscuras, llamé al
ascensor y me detuve en el 5º piso. El corazón parecía querer estallar en mi
pecho, temía que cualquiera pudiese salir en el momento crucial y sorprenderme
en una planta que no era la mía, y disfrazado de El Zorro.
Abrí despacio la puerta del elevador y
sentí un pequeño chasquido: la puerta de la derecha se abrió sin encender la
luz y entré directamente en el apartamento. Ella me hacía señal de guardar
silencio con un dedo cruzado en la boca. Cerró la puerta y se abrazó a mí;
estaba completamente desnuda debajo de la bata de seda. Me arranqué el disfraz
que llevaba y nos besamos largamente en la boca. Sentía su cuerpo palpitar
contra el mío, sus labios temblaban y respiraba agitadamente. Me aparté un poco
para desnudarme y entré en el baño; vi que yo estaba sucio y con la cara
tiznada por el disfraz, me metí en la ducha y ella se quedó fuera observando.
Cuando acabé me alcanzó una toalla grande
y suave y apenas comencé a secarme ella se acercó y me besó en la cara…, y fue
descendiendo llenando mi cuerpo de besos. Yo estaba que no cabía en mí de
excitación, de gozo y de sorpresa. Sentí la suavidad de su mejilla en mi
vientre y el calor de sus labios, la humedad cálida de su boca… Acaricié un
momento su cabello y luego la levanté y la conduje hasta su cama con la mano
sobre sus nalgas.
Ella se sentó en el borde y luego se echó
hacia atrás, levantando sus piernas y dejándolas en el filo de la cama. La
persiana estaba levantada y la luz de la plaza penetraba débilmente en la
habitación y se reflejaba en el gran espejo situado sobre la cómoda,
permitiendo ver en suave penumbra lo que allí sucedía. Contemplé admirado las
suaves dunas de claros y sombras que dibujaba la luz en su cuerpo y me
arrodillé junto a ella en el suelo. Puse mis labios sobre su piel temblorosa y
me perdí en la espesura del tapiz que cubría su pubis. Sentí el perfume a
jazmines y hierbas frescas, observé cómo los pétalos de su rosa se humedecían
con el rocío de la noche; busqué el manantial de la vida, aquél que me atraparía
durante los minutos que siguieron, proporcionándome una ilusión,un deseo de
vivir, una alegría que se manifestaría luego en mi rostro y en mi
comportamiento con los demás.
Sentí los dedos de ella entre mis cabellos
presionando levemente y llevándome derecho al lugar oculto y bendito, la fuente
de su deseo. Al poco tiempo su voz suave se convirtió en un murmullo
incomprensible, unos suspiros entrecortados y
un grito ahogado que acompañaban
a los espasmos de su cuerpo quebrándose y retorciéndose al sentirse morir en
vida, la vida escapando de gozo y locura, de pasión y de miedo. Me levanté y
contemplé un momento su agitado cuerpo, su respiración acelerada recobraba su
ritmo normal y me incliné sobre ella, la besé y abracé su estrecho cuerpo. Sus
piernas me rodearon como pulpos hambrientos. Y entonces sucedió el milagro: dos
cuerpos desconocidos, ignorados hasta ese momento, danzando al mismo tiempo, y
al compás de la música divina del deseo se ponían de acuerdo en el ritmo
y el movimiento sin ningún tropiezo, murmurando palabras de amor e
intercambiando besos… ¡Oh Dios!...
Nos quedamos largo tiempo tumbados en
silencio mirando al techo y luego poco a poco nos giramos el uno hacia el otro
y se reanudaron las caricias y los besos; pasé la mano suavemente por las
suaves dunas de su pecho y cogí entre mis dedos las fresitas que se
erguían al trasluz. Las observé y las besé, antes de atraparlas con mis labios
y morderlas suavemente: Le hice un poco de daño y ella se giró en la cama y
quedó boca abajo con el cabello suelto a un lado y los brazos extendidos. Yo me
alcé sobre un codo y la admiré de nuevo. Los claro oscuros bellísimos que
producían la escasa luz que se proyectaba en su cuerpo resaltaban las dos
preciosas colinas blancas y un valle oscuro en medio que me llenaba de deseo.
Me acerqué aún más a la delicada escultura de mármol gris que yacía a mi lado y recorrí su espalda con mis labios, apenas rozando su delicada piel, que sufría escalofríos de vez en cuando al sentir lo que le estaba haciendo; bajé por las sombras y las luces y acaricié cada duna de su cuerpo blanco y fuera ya de mí, excitado, enfebrecido de tormento la elevé sobre sus rodillas y pegué mi cara a su piel dulce, cálida y suave como la seda. La besé y mordí, comí y bebí de sus fuentes hasta saciarme; luego me coloqué detrás y entré en su templo de amor… Allí perdí la razón, la noción del tiempo. Comenzaron de nuevo los giros, los pasos lentos, las danzas amorosas... y sentí venir la muerte al faltarme el aire, al explotar mi pecho y mis entrañas, al caer sin sentido sobre su espalda primero y luego sobre el costado en el lecho. Me olvidé de todo: del trabajo, de los míos, de los suyos, del teléfono y de todos mis deberes y derechos… ¿Para qué preocuparme, si ya no estaba en este mundo?
A las cinco me levanté, una hora antes del
regreso de su marido, que trabajaba en el turno nocturno: La vi medio dormida y
la dejé descansar. Me vestí despacio y salí en silencio del apartamento; llamé
al ascensor...
Al día siguiente, el sol había salido como
de costumbre, las mujeres iban a la compra y los autobuses pasaban rozando los
coches aparcados en doble fila. Todo seguía igual que antes. Todo menos yo… Yo
era otro hombre.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario