Sí, es un niño. No es un hombre, ni un soldado, ni un militar. Tampoco es un mercenario, de esos que tampoco son hombres, ni soldados, ni militares, sino unos buitres sedientos de sangre y de dinero.
Este es un niño, como los que en nuestra sociedad van al colegio, juegan al recreo, sienten la primera atracción hacia una compañera y sueñan con ser mayores para hacer cosas.
Pero este niño no tiene sueños. Alguien se los robó a cambio de un arma y de un cursillo acelerado para matar, para no tener escrúpulos, para ver a los demás como a enemigos a los que hay que exterminar en nombre de alguna filosofía extraña.
Y además de ser un niño, es el futuro, la nueva generación, la que deberá en su momento tomar el relevo de la que ahora marca las pautas.
Se supone que es, como todos los niños, la esperanza de un futuro mejor.
¿Qué estará pensando? ¿En la mirada de su última víctima? ¿En cuál será la próxima? ¿En el sentido que tiene su existencia? ¿O estará intentando comprender la razón por la que no está jugando o estudiando? Nunca lo sabremos.
Por si acaso comprueba el filo de su cuchillo. A lo mejor de él depende su vida.
Lo terrible es que como él hay cientos, miles, a los que se les ha robado la infancia, a los que se les ha enseñado que la vida es matar o morir, sin otras alternativas, sin otras expectativas.
Cuando una humanidad sacrifica a sus niños, cuando hipoteca su futuro privándole de la pureza, de la alegría, de la renovación que las nuevas generaciones aportan, entonces esa humanidad está condenada.
Y la nuestra apesta a muerte.
Artículo publicado en la revista Fusión.com
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