
EL ÚLTIMO DÍA DE LA GUERRA
(11 de Noviembre 1918)
Otto se suicidó el día que terminó la guerra. Bastó un único disparo. Le reventó la sien y nadie se molestó en recoger del suelo los restos de su cabeza. Algunos estaban celebrando el Armisticio, otros simplemente estábamos demasiado cansados. Comíamos patatas y queso holandés. Patatas podridas. Habíamos escogido las podridas para que desapareciesen, porque no queríamos volver a comerlas nunca más. Tenían un amargo sabor a esperanza.
Una rata enorme se paseaba por la trinchera sin que nadie se atreviera a dispararle por no alterar la calma. Era lo que todos aceptábamos.
Otto se suicidó el último día de la guerra. El Armisticio se firmó a las cinco de la madrugada pero se convino que no fuese efectivo hasta las once. Hubo un margen de seis horas en el que americanos e ingleses salieron de las trincheras y atacaron. Se habían previsto las líneas de las nuevas fronteras, pero ellos no parecían dispuestos a que les regalásemos nada. A nosotros nos daba igual, incluso los muertos de aquellas seis horas no nos daban lo mismo. Comenzaba un largo camino de vuelta y aquel ataque aliviaría el cansancio de los que muriesen.
Cuando faltaba un minuto apunté y le disparé a uno en la boca, creo haberle atravesado la cabeza y haberme alegrado. Pero eso ahora parece mentira y aquel americano muerto tampoco puede contar si de verdad sucedió. A las once fueron cesando los disparos porque los silbatos anunciaron el fin de la guerra y que volvíamos a ser felices de nuevo
Otto se suicidó. Meyer había cogido un palo, una vara doblada a la que le clavó una patata. No teníamos sal, ni pimienta, tampoco ganas de sacarle la piel cuando estuviera asada. La piel también alimenta, supongo. Los uniformes de los ingleses y de los americanos son del mismo color que la piel de la patata. Nos alimentaba el odio cuando nos las comíamos sin pelar.
Bertram levantó la cabeza sonriendo con una mueca por la que se le veían los dientes rotos. Sonreía siempre que comía patatas porque ante el color de su uniforme se acordaba de los ingleses. Ellos le rompieron la boca con la culata de un fúsil y desde entonces les sonreía. Con la sonrisa proclamaba su inocencia, levantaba los brazos, se tragaba las patatas sin masticar para
que los ingleses no pudieran enfadarse.
Otto se suicidó después de haber sobrevivido cuatro años, el día que terminó la guerra. A las once cesaron los bombardeos y los últimos soldados americanos, a mitad de camino de nuestras líneas, dejaron de gritar y volvieron a su trinchera. El mundo parecía que volvía a ser sensato y algunos americanos sonreían y nos saludaban como si el mundo fuese soluble y pudiera diluirse en agua para beberlo de un trago sin darle importancia a nada.
A Meyer se le cayó al fuego la patata que estaba asando al extremo de un palo. Eso sí que era mala suerte. Cuando el mundo no es muy ancho, la piel de una patata tiene la misma extensión que en un mapa dos puntos muy lejanos. Se quedó mirando la hoguera, otra patata era un riesgo que no parecía dispuesto a afrontar.
Otto se suicidó el día que terminó la guerra. Roth y Frederick se habían ido a por un poco de agua para llenar las cantimploras, pero ya no volvieron porque los regimientos comenzaban a disgregarse y aquellos, junto a la cisterna, estaban más cerca en el camino a casa. Unos doscientos metros más próximos a Alemania. Durante toda la guerra la distancia que nos protegía de los ingleses había sido menor de esos doscientos metros.
Helmuth protegía su herida del brazo con una venda de papel. Le pregunté si había recibido carta de su familia. Extraña asociación de ideas. Las palabras no curan y la tinta infecta las heridas, de nada nos servía el recuerdo de Alemania.
Otto acabó con su vida cuando terminó la guerra. Aquel día me tocaba vaciar las letrinas, pero nadie parecía interesado en hacerle sitio al futuro en aquel lugar. Odell se había ido a hacer su equipaje pero volvió con las manos en los bolsillos porque no tenía nada que llevarse. El teniente se miraba la punta de las botas: después de cuatro años volvía a ser zapatero.
Hubo jaleo al fondo, adonde habían ido a ver a un soldado americano de piel negra que había caído dentro de nuestra trinchera. Aún se quejaba, pero ya estaba muerto porque se había rajado el estómago con las púas de la alambrada. Muchos no habíamos visto nunca a un negro, menos a un negro americano. Le daban patadas en el suelo por ver qué hacía, pero éste no sabía sonreír, no tenía dientes, le sangraba la boca. Era un negro malo, de los que asustan a los niños cuando no se duermen.
Otto se suicidó el día que terminó la guerra. Calentábamos el agua para lavarnos. Apenas una escudilla por cabeza. El resto era agua fría, tan fría que a veces el agua hirviendo de la escudilla ni siquiera templaba la del cubo donde la echábamos.
Estábamos cansados, eso era importante para conformarnos con lo que encontráramos al llegar.
Otto se suicidó el día que perdimos la guerra, pero no lo hizo por patriotismo, tampoco por orgullo. Asábamos patatas podridas y el mundo se acababa.
Otto se disparó un tiro a bocajarro en la sien. Puede que lo hiciera por curiosidad después de haber visto morir a tantos, o que fuera ansiedad después de cuatro años esperando el momento. Lo cierto es que Otto se suicidó el día que terminó la guerra, pero la guerra no volvió a empezar.
Ilustración de Miracoloso.
(11 de Noviembre 1918)
Otto se suicidó el día que terminó la guerra. Bastó un único disparo. Le reventó la sien y nadie se molestó en recoger del suelo los restos de su cabeza. Algunos estaban celebrando el Armisticio, otros simplemente estábamos demasiado cansados. Comíamos patatas y queso holandés. Patatas podridas. Habíamos escogido las podridas para que desapareciesen, porque no queríamos volver a comerlas nunca más. Tenían un amargo sabor a esperanza.
Una rata enorme se paseaba por la trinchera sin que nadie se atreviera a dispararle por no alterar la calma. Era lo que todos aceptábamos.
Otto se suicidó el último día de la guerra. El Armisticio se firmó a las cinco de la madrugada pero se convino que no fuese efectivo hasta las once. Hubo un margen de seis horas en el que americanos e ingleses salieron de las trincheras y atacaron. Se habían previsto las líneas de las nuevas fronteras, pero ellos no parecían dispuestos a que les regalásemos nada. A nosotros nos daba igual, incluso los muertos de aquellas seis horas no nos daban lo mismo. Comenzaba un largo camino de vuelta y aquel ataque aliviaría el cansancio de los que muriesen.
Cuando faltaba un minuto apunté y le disparé a uno en la boca, creo haberle atravesado la cabeza y haberme alegrado. Pero eso ahora parece mentira y aquel americano muerto tampoco puede contar si de verdad sucedió. A las once fueron cesando los disparos porque los silbatos anunciaron el fin de la guerra y que volvíamos a ser felices de nuevo
Otto se suicidó. Meyer había cogido un palo, una vara doblada a la que le clavó una patata. No teníamos sal, ni pimienta, tampoco ganas de sacarle la piel cuando estuviera asada. La piel también alimenta, supongo. Los uniformes de los ingleses y de los americanos son del mismo color que la piel de la patata. Nos alimentaba el odio cuando nos las comíamos sin pelar.
Bertram levantó la cabeza sonriendo con una mueca por la que se le veían los dientes rotos. Sonreía siempre que comía patatas porque ante el color de su uniforme se acordaba de los ingleses. Ellos le rompieron la boca con la culata de un fúsil y desde entonces les sonreía. Con la sonrisa proclamaba su inocencia, levantaba los brazos, se tragaba las patatas sin masticar para
Otto se suicidó después de haber sobrevivido cuatro años, el día que terminó la guerra. A las once cesaron los bombardeos y los últimos soldados americanos, a mitad de camino de nuestras líneas, dejaron de gritar y volvieron a su trinchera. El mundo parecía que volvía a ser sensato y algunos americanos sonreían y nos saludaban como si el mundo fuese soluble y pudiera diluirse en agua para beberlo de un trago sin darle importancia a nada.
A Meyer se le cayó al fuego la patata que estaba asando al extremo de un palo. Eso sí que era mala suerte. Cuando el mundo no es muy ancho, la piel de una patata tiene la misma extensión que en un mapa dos puntos muy lejanos. Se quedó mirando la hoguera, otra patata era un riesgo que no parecía dispuesto a afrontar.
Otto se suicidó el día que terminó la guerra. Roth y Frederick se habían ido a por un poco de agua para llenar las cantimploras, pero ya no volvieron porque los regimientos comenzaban a disgregarse y aquellos, junto a la cisterna, estaban más cerca en el camino a casa. Unos doscientos metros más próximos a Alemania. Durante toda la guerra la distancia que nos protegía de los ingleses había sido menor de esos doscientos metros.
Helmuth protegía su herida del brazo con una venda de papel. Le pregunté si había recibido carta de su familia. Extraña asociación de ideas. Las palabras no curan y la tinta infecta las heridas, de nada nos servía el recuerdo de Alemania.
Otto acabó con su vida cuando terminó la guerra. Aquel día me tocaba vaciar las letrinas, pero nadie parecía interesado en hacerle sitio al futuro en aquel lugar. Odell se había ido a hacer su equipaje pero volvió con las manos en los bolsillos porque no tenía nada que llevarse. El teniente se miraba la punta de las botas: después de cuatro años volvía a ser zapatero.
Hubo jaleo al fondo, adonde habían ido a ver a un soldado americano de piel negra que había caído dentro de nuestra trinchera. Aún se quejaba, pero ya estaba muerto porque se había rajado el estómago con las púas de la alambrada. Muchos no habíamos visto nunca a un negro, menos a un negro americano. Le daban patadas en el suelo por ver qué hacía, pero éste no sabía sonreír, no tenía dientes, le sangraba la boca. Era un negro malo, de los que asustan a los niños cuando no se duermen.
Otto se suicidó el día que terminó la guerra. Calentábamos el agua para lavarnos. Apenas una escudilla por cabeza. El resto era agua fría, tan fría que a veces el agua hirviendo de la escudilla ni siquiera templaba la del cubo donde la echábamos.
Estábamos cansados, eso era importante para conformarnos con lo que encontráramos al llegar.
Otto se suicidó el día que perdimos la guerra, pero no lo hizo por patriotismo, tampoco por orgullo. Asábamos patatas podridas y el mundo se acababa.
Otto se disparó un tiro a bocajarro en la sien. Puede que lo hiciera por curiosidad después de haber visto morir a tantos, o que fuera ansiedad después de cuatro años esperando el momento. Lo cierto es que Otto se suicidó el día que terminó la guerra, pero la guerra no volvió a empezar.
Ilustración de Miracoloso.
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