28 enero 2010

Luz Pichel



Luz Pichel nació en Pontevedra en 1947. Estudió Filología Románica, en Santiago de Compostela. Posteriormente, se trasladó a Madrid donde terminó su formación universitaria y se instaló definitivamente. Durante los primeros años en Madrid, se centró en su actividad como docente, hasta ser Catedrática de Lengua y Literatura Castellanas. En la actualidad, continúa como profesora en el Instituto de Enseñanza Secundaria Ágora, de Alcobendas.
Su primera publicación fue El pájaro mudo, en 1990, un poemario que supuso su única obra durante más de diez años. Desde el año 2002 compagina su labor como docente con la dirección, junto a Guadalupe Grande, del Centro de Estudios de la Poesía, de la Universidad Popular “José Hierro” de San Sebastián de los Reyes.
Su obra ha obtenido el enorme reconocimiento que supone el Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez 2004 por su libro La marca de los potros. Con anterioridad fue galardonada con el Premio de Poesía de Ciudad de La Palma con la obra El pájaro mudo (1990). En El pájaro mudo y otros poemas (Universidad Popular José Hierro de San Sebastián de los Reyes, 2004), se recoge, además de la reedición de su primer libro, el resto de su obra, con los libros Ángulo de la niebla, Las cartas de la mujer insomne y Hablo con quien quiero.
Su último libro es Casa pechada, poemario por el que ha conseguido el XXVI Premio Esquío de poesía en la modalidad de gallego.
También existen diversos poemas de la autora publicados en las siguientes antologías:Voces nuevas (1989), Pánica segunda (1989), Y el Verbo se hizo carne (2005), Jardín en llamas (2006), Agua, símbolo y memoria (2006), Poesía viva, poesía pura (2007).
Ha publicado en distintas revistas de poesía y literatura, como son Buxía, arte y pensamiento; Cuadernos del matemático; La sombra del membrillo; Nayagua; Piedra del molino; El invisible anillo; Mester de Vandalía; Madrygal, Revista de estudios gallegos de la Universidad Complutense de Madrid; R.E.C. Revista de erudición crítica de la Facultad de Filología Hispánica de la Universidad Autónoma de Madrid.




EL SUEÑO DE LA POESÍA:


Publicado en LA SOMBRA DEL MEMBRILLO



Que el papel esencial de la poesía sea reconocido en la escuela y en la vida es algo que a muchos parecerá
sueño imposible. Personas como Luz Pichel mantienen en pie ese sueño por su inteligencia, sensibilidad
y trabajo incansable. En mayo de 2007 en el Centro de Apoyo al Profesorado de Getafe se celebraron
las V Jornadas de Animación a la Lectura con el título de “Poesía aquí y ahora”. La conferencia
que inauguró aquellas jornadas emocionó a muchos de los asistentes. Su autora, Luz Pichel, ha tenido la
generosidad de rescatárnosla para su publicación.


Poesía en la escuela
Hablar de poesía, explicarla…
El lugar donde nace
No abramos el grifo del fregadero para explicarles
a los chicos dónde nacen los ríos. Hagamos
la excursión al lugar de la magia
Leer o escribir. Qué hacer primero
Interpretabilidad de la obra poética. El modo
de comunicar de la poesía
Poema y referente
La explicación técnica del poema
La escritura del poema. El trabajo del profesor
Transgresión y desautomatización. Poesía y libertad
Poesía y soledad
El espacio de la escritura
Literatura y dolor. Literatura y juego
Ser jóvenes
Poesía y libertad
Y otros tópicos. La dulce poesía
Contar el mundo
La manera de significar del poema
Para qué sirve la poesía


POESÍA EN LA ESCUELA



Buenas tardes, compañeros amigos de la poesía,
profesores de lengua que os encontráis como yo,
cada mañana, con el difícil reto de hacer que a los
niños y jóvenes de hoy no les abandonen ni la lectura,
ni la poesía, ni la escuela en sí misma. Estar
en este espacio extraescolar, en esta hora extraescolar,
para reflexionar en torno a todas estas cosas,
tal vez sea la prueba de que la poesía no se
va, anda por las aulas todavía y quiere seguir ahí,
zapateando un poco, cargando el otro plato de la
balanza.
No voy a insistir en lo difícil que resulta luchar contra
el magnetismo de la imagen o de las nuevas
tecnologías y otras tentaciones igual de mundanas.
En realidad, la poesía es tan mundana como
cualquiera. No se pelea con la tentación, más bien
busca armonizar con el pecado y el invento, como
tendréis ocasión de ver en estas jornadas.
Quisiera con esta charla compartir con vosotros
por un rato el interior del dormitorio de la poesía
si ella nos dejara, si no la molestamos. A lo mejor
no está en casa, pero si la vierais dormida por
allí, a la poesía, medio descalza, encima de cualquier
somier oxidado, besadla por si acaso: lo
mismo parece rana y se transforma. Eso es lo que
a mí me pasó en aquella aldea donde aprendí a
leer, cuando la maestra tuvo el detalle de abrirme
una de esas extrañas puertas. Esta charla quiere
ser también un homenaje a mi segunda vocación,
la de la Enseñanza, que este año me abandona un
poco.
En aquella escuela unitaria de la aldea de Alén,
topónimo gallego que significa “más allá”, veinte
niños de todos los niveles compartíamos la leche
del plan Marshall y el brasero y los zancos para
caminar sobre la nieve. Un día la maestra nos mandó
escribir una redacción sobre los campos de trigo.
Aquel día el trigo, no sé si en mi cabeza o en los
campos de al lado de la escuela, se movía ligeramente
a ritmo de ola, quizás verde, aún. Así que
yo escribí en el castellano de la maestra, que no
era mi lengua: “El trigo en los campos me recuerda
las olas del mar”. La frase, como veis, no era ninguna
cosa del otro mundo. Si algo tenía de particular
es que yo no había visto nunca el mar. Y
tardé muchos años en verlo. Conocía, en cambio,
todos los pormenores de los campos de trigo.
Aquella mujer cambiaba pañales a sus dos hijos
al mismo tiempo que atendía la cocina en la planta
alta, y todo ello de paso que corregía las redacciones
de los veinte chicos, que no tenían ni madre
si no era en Argentina o Venezuela, pero tenían
unos zuecos muy grandes, con más tierra que
pies allí dentro, y se negaban a la leche Marshall
por respeto a la belleza de sus cuatro vacas.
Me miró aparentemente sorprendida por lo extraño
de la comparación y tuvo la feliz ocurrencia
de afirmar: “Si pudieras estudiar, serías escritora”.
No recuerdo haber escrito más redacciones: o no
merecieron el elogio de la maestra, o ella evitó
tener que corregirlas escaleras arriba.
Aquel día siguió con sus cosas sin darle al comentario
la importancia que yo sí le di, y aún hoy
le sigo dando. Nunca sabré si percibió el único
acierto poético de la frase aquella, el hecho de recordar
el mar que no se vio. Supe, mucho después,
que la anécdota no dejó huella alguna en
su memoria –eso me dijo–, pero condicionó muy
positivamente toda mi vida. Nadie tuvo que volver
a explicarme nunca que la poesía consiste,
entre otras cosas, en recordar lo desconocido.
No sería una mala definición.
La poesía, antes que la escritura, nació en mí en
aquella escuela, donde tantas cosas desconocidas
se recordaban: la muñeca de cartón que hubiera
sustituido a la mazorca de largas trenzas, que atábamos
con la hebra de un trébol o de una margarita.
Nuestra muñeca temporera se moría en verano,
era una niña campesina mutilada y sin ojos.
Una muñeca trágica. Pero había más cosas desconocidas
que recordar: la madre lejanísima que
el padre se inventaba los domingos; los barcos
nunca vistos en que se iban las mujeres, los tractores
antes de los tractores; las cerezas antes de
las cerezas; el universo misterioso de la finca de
López –tres metros de cerca de piedra y cristales:
higos, albaricoques, mirto, cipreses, dalias, crisantemos,
lirios, parras, estanques, renacuajos. Pavorreales.
Patos. Cisnes. Gallinas gigantes de triple
cresta capaces de poner una docena de huevos
diarios, perros de dos cabezas que aullaban en vez
de ladrar, niños reciennacidos que vivían en diminutas
habitaciones forradas de organdí, ancianos
muertos muy pálidamente, enterrados debajo
de un manzano alguna vez, romanos de otros siglos
que decidieron quedarse convertidos en piedras
de extrañas formas semihumanas, con ojos
y boca, y barbillas muy lánguidas–. La casa de López,
con finca y pozos y escudos y cipreses sobrepasando
la cerca, nos recordaba todo lo desconocido,
mucho más que las estrellas del cielo
de agosto o el fondo de las aguas: era el misterio.
Asomarse a ese mundo era realmente una experiencia
poética. Pero eso lo supe mucho más
tarde.
Toda mi poesía nació en torno a aquella escuela,
centro de un pueblo que desconocía palabras para
nombrar el dolor, la ausencia, la amargura, la di-
cha, el éxtasis… pero todo lo recordaba pues todo
lo intuía entre la piedra y la nube. Centro de un
pueblo, la escuela fue, junto con la iglesia, el lugar
donde los niños aprendimos, leyendo entre
los nombres de las tumbas, la palabra guerra. Saltábamos
sobre aquellos nombres, las cruces, las
fechas, suponiendo allá dentro un oído sin tiempo,
pendiente de seguir escuchando la vida…
Era la maestra la misma que en días de muerte
nos enseñaba a escuchar la campana y a enfrentar
la palidez del rostro de un difunto. Nadie podía
evadirse del ritual de la visita: cada niño, un
repaso a sus zuecos; el coro de voces sin hacer
rezando un dies irae lleno de extrañas resonancias;
la rama de olivo en el agua y la cruz de agua
bendita sobre el rostro del muerto, por fin limpio,
sorprendentemente limpio de tierra, al fin.
Limpia la ropa, como de señor, las manos, los
pies tan fríos. Era darle la cara a la muerte, recordarla
y llevarla por compañera, higiénicamente
limpia.
Se aprendía también la poesía con la cadencia de
las letanías en el mes de mayo, el ritmo de la luz
insegura de las velas, y el contraste de tanto silencio
con la bulla soez y algo bruta de los chicos
y las chicas a la salida, haciendo competiciones
de meadas en la cuesta, libres ya del ojo lloroso
de la maestra y de los otros santos.
Era difícil, imposible, que yo pudiera pensar en ser
poeta. Lo fui de casualidad, como ocurren la mayor
parte de las cosas buenas y malas en la vida.
De casualidad se cumplió la frase del conjuro: “si
pudieras estudiar, serías escritora”. Llegué un día
al colegio de monjas donde las actividades relacionadas
con la literatura se limitaban a que una
profesora de moño en punta y ojos resecos, cada
mañana nos hacía repetir la larguísima lista de títulos
de obras de los autores clásicos que nunca
consiguió que recordáramos. Y a pesar de ello, y
del evidente encanto de las matemáticas y la excelencia
de la profesora que las impartía, senté plaza
y papel en el bachillerato de letras, dios sabrá por
qué, y estudié filología sin ninguna aparente justificación,
que yo recuerde, como no fuera aquella
frasecita casual de una maestra que tenía un
idioma importante y unas manos envidiablemente
blanquísimas frente a nuestras manos de mazorca
campesina. Pero hubiera podido blanquear mis manos
igualmente con la tiza de las matemáticas. Lo
sé.
Y siempre supe que en el origen de mis decisiones
hizo acto de presencia aquella cara de sorpresa
de la maestra ante la inocente frase del trigo,
su espontánea respuesta, los ojos llorosos con que
me miraba desde la distancia de un idioma que
no era el nuestro, desde la experiencia de un mundo
que no podía entender nuestra especial manera
de recordarlo todo, incluida ella, que había llegado
un día de entre los pinos como de otro planeta.
También supe cuánto acompañaban aquellos poemas
de las enciclopedias Álvarez, y cómo alimentaron
mis ganas de leer muy bien, para que
sonaran, cuando la maestra me pidiera leerlos en
voz alta, como sonaban en mi interior, cuando yo
los leía en el dormitorio de la rana dormida, a punto
siempre de dejarse besar. Era importante hacerlas
sonreír, a la maestra y a la rana: se lo debía.
En llegando a esta pasión,
un volcán, un Etna hecho,
quisiera arrancar del pecho
pedazos del corazón:
¿qué ley, justicia o razón
negar a los hombres sabe
privilegio tan suave,
exención tan principal,
que Dios le ha dado a un cristal,
a un pez, a un bruto y a un ave?
He de confesaros que a partir de entonces no he
vuelto a colgar de la memoria ningún otro poema.
Quizás no sea tan difícil luchar contra el magnetismo
de la imagen o de las nuevas tecnologías,
después de todo. Al fin y al cabo, los tiempos son
mejores; lo es la escuela, también.
La soledad a deshora, la carencia, el sentimiento
de la muerte tempranamente educado, el miedo,
el miedo físico y moral, la presencia del misterio
formaron la materia primera de mi mundo poético.
Los tiempos son mejores, la escuela lo es también,
pero el ser humano que son nuestros alumnos
sigue estando lleno de carencias, sigue viviendo
en soledad, sigue enfrentándose al misterio y a la
muerte, necesitando explicación para lo desconocido,
nombres para lo que no entiende.
Mi aportación esta tarde, si algo consigo aportar,
ha de ir por el lado de la reflexión sobre la experiencia
de la escritura y la lectura poéticas, dando
por supuesto que se trata de dos caras de la misma
moneda. Y perdónenme si constantemente vuelvo
18 Junio 2008 - Número 9-10
La Sombra del Membrillo
a lo que significa para mí la experiencia de la creación
poética, en el doble momento de la escritura
y de la lectura. Lo hago porque creo que es
este el único lugar desde donde podría abrir algún
camino hacia el entendimiento de cuántas cosas
se pueden hacer en el aula encaminadas a hacer
poetas y en consecuencia lectores y escritores
de poesía.

CONTINUARA...


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