
Todos saben ser exhibicionistas,
cantar las excelencias del fulano
que ocupa sus vigilias laborables,
enseñar las ojeras a los jefes y mojar el café
con un anecdotario de minucias
que haría ruborizar a un teletubie:
cómo lo conocieron y si llevaba ropa interior,
quién rompió el protocolo de Kyoto
de la media distancia

y cuál no recordó la fecha memorable
del día en que tomaron un taxi; el primero.
Ya ves.
A mí, que la vergüenza perdí en la comunión
leyendo las ofrendas,
no me sale nombrarte
delante del vecino del cuarto
con el diminutivo de los cursis.
No me saldrá un soneto de Shakespeare
para evocar tus ojos
porque no te elegí por catálogo
ni pienso proclamar tus cuatro estrellas
de la guía Michelín.
Las figuras retóricas se vuelven impotentes
cuando hablan tus manos
y hablar de la caída del dólar
se vuelve tan poético
como verte dormido.
Ya ves que es tan injusto que no sepa escribir
un poema de amor para tus despertares
y reserve el Ferrero Rocherd
para las ocasiones
en que no hay invitados
que tendrás que buscarte una agencia de prensa
si quieres competir con los otros
que adornan las carteras impúdicas,
porque no han descubierto
el valor de un silencio elegido
y el día que lo conozcan le ponen altavoz,
un marquito de plata
que las visitas vean
desde la entrada.
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