
La Fuga
El gélido azul fluorescente le daba un tono aun más decré-pito
como las llamaradas de pena que emitían los años de uso del mostrador.
Elegido sobre la marcha, tenía un algo de conocido,
caña a euro y aperitivo.
Los comercios empezaban a cerrar,
bares con dos parroquianos
y la señora bajita, con bolso y permanente,
-inmóvil como una esfinge -
en el quicio de su tienda
accionando a distancia el cie-rre metálico.
Un portero automático clau-dicó ante un cochecito de

bebé,
el top-manta languidecía en la ace-ra casi a oscuras
y las variadas humanidades de in-migrantes
eran la única actividad significativa
entre figuras locales rígidas y silen-ciosas.
Ya había anochecido y al caminar
era aplastante la sensación,
la misma que nos produjo el bar, o las anémicas farolas.
Estaba perdiendo la costumbre de integrarme en estos barrios,
cómo me gustaría no hacerlo,
porque dejen de ser como son,
de estar abandonados, dejados,
para evitar la fuga,
como la del hijo, con hijos, con ro-pa de otro barrio,
prometiendo a su madre en la calle, al despedirse,
―un día de estos iré a comer‖.
Despertó sensaciones casi olvi-dadas,
y me hizo apretar el paso,
esquivando a la gente, huyen-do del recuerdo,
para buscar la puerta de esa cárcel,
que me permitiese llegar a la que yo no creía la mía.
No sin nostalgia.
José Javier González
España
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