Ganador del 3er.
Clasificado del V Concurso de Poesia y
Narrativa CASAL DE GENT GRANT de
Rubí, Mayo 2007
ACEITUNAS
MORADAS.
A la memoria de Paco Delgado Pérez, que fue
quien me contó esta historia, aunque con más rabia y crudeza de lo que yo haya
podido transcribir.

Cuando las talegas ya estaban casi llenas, los dos
compañeros decidieron que ya estaba bien por hoy, se las echaron al hombro y
comenzaron a caminar hacia la carretera donde habían dejado la bicicleta en la
que los dos llegaron hasta el lugar. El trabajo de quitarse las costras de
barro del calzado les ocupó largo rato, restregándolo entre el húmedo
yerbazal. Después descansaron un buen
rato sentados en la cuneta mientras fumaron un cigarro pacientemente.
Por la inclinación del sol, que se adivinaba por encima del
manto de nubes y por el ligero cosquilleo de sus estómagos vacíos, dedujeron
que ya era más que pasada la hora de la comida de mediodía.
Con cada una de las talegas en cada una de las cavidades de
las aguaderas, subieron a la bicicleta e iniciaron el camino de regreso a casa.
Antonio en la parte trasera, sobre el
porta paquetes y con las piernas colgando a cada lado del
cuadro. Paco, sobre el sillín era el encargado de pedalear y conducir por entre
los baches y los descarnados del empadrado de la carretera. Había que darse
prisa para salvar los más de veinte kilómetros que distaban del pueblo.
Aparecieron de improviso, como salidos de las profundas
sombras de las encinas de los campos limítrofes. De forma instantánea se
situaron, como dos sombras verdes, en el centro de la carretera como dos
espectros coronados de charol negro. Les impedían el paso de forma
irrevocable. Cuando Paco frenó y echó
pie a tierra, Antonio ya estaba sobre el empedrado, de pie junto a él, como
buscado protegerse con el cuerpo de su compañero.
-¿A dónde vais? ¿Qué es lo que lleváis ahí? -inquirió uno de los guardias civiles, sin
mediar ningún saludo-.
-Vamos para casa, a Montijo; llevamos unas aceitunillas que
hemos estado rebuscando en el olivar de la cuesta, antes de llegar a La Roca de la Sierra –respondió, Paco
nerviosamente.
-Me parece a mí que son demasiadas aceitunas para que sean
de rebusca. Estas las habéis robado del otro olivar que hay más a la izquierda,
que no está todavía vareado, ¿no es verdad? –dijo el otro guardia, sacando una
de las talegas de las aguaderas y removiendo su contenido con una mano.
-No, señor guardia; mi compañero le dice la verdad, son de
rebusco. Estamos toda la mañana expurgando los olivos para poder sacar esas
cuantas –se atrevió a decir Antonio, sacando la cara por la defensa del botín
que habían conseguido con tanto trabajo.
Un inesperado revés dado con la mano derecha de uno de las
guardias llegó a la cara del muchacho, haciéndolo caer a tierra ante el asombro
propio y el de Paco, que no daba crédito a lo que esta viendo. El otro guardia
puso una mano sobre el manillar de la bicicleta y apartando de un basto empujón
a su propietario preguntó muy secamente:
-¿Quién es el dueño de la bicicleta?
-Yo –respondió Paco mientras intentaba mantener el
equilibrio dando traspiés por efecto del empuje.
-Pues bien, nos la
llevamos. Cuando quieras te pasas por el cuartel de La Roca y le explicarás al
sargento de donde habéis robado las aceitunas. ¡Vamos, andando, ya podéis iros
para vuestra casa y mucho cuidado con saliros de la carretera a hacer daño en
algún sitio.
Los dos compañeros emprendieron la marcha con una honda
tristeza colgando de sus fatigadas caras. La impotencia de no poder rebelarse
contra el claro abuso de autoridad se mezclaba con el miedo de perder la
bicicleta, único medio de transporte con el que se podían desplazar por los
alrededores del pueblo, en busca del necesario trabajo, para llegar al tajo
cuando lo tenían o para "bichear" los escasos recursos que el campo
brindaba a la subsistencia familiar. Caminaban sin mirarse, sin decirse nada.
No era necesario decir nada. Eran tantas las horas que habían pasado juntos que
ambos conocían, de sobras, lo que el otro pensaba. No eran hermanos, sólo
vecinos, pero tenían una especie de pacto de sangre entre los dos. Nunca se habían
referido entre ellos a esa especie de acuerdo de lealtad entre caballeros. Pero
sabían ambos que podían confiar el uno en el otro como si se tratara de sus
respectivos padres.
-¿Te duele? –rompió el silencio Paco, refiriéndose a la cara
de su amigo, entumecida por el frío y la bofetada recibida.
-No, casi nada. ¿Qué vas ha hacer mañana? Tendrás que ir a
por la bicicleta. Yo no puedo hacer nada, no te puedo ayudar.
-Ya lo sé, Antonio. Tengo que buscarla. Ya sé lo que me
espera, pero ¿qué remedio? La necesitamos.
Varias horas después estaban ya en el pueblo donde no
pudieron más que extender el pesar, la preocupación y la rabia al resto de sus
familias. Nadie podía hacer nada por ellos. Aunque creían de todas todas en la
honestidad de los dos muchachos y sabían que no habían cometido ningún delito,
no podían influir en los asuntos del poder establecido, aunque este poder fuese
injusto.
Encogido por dentro, Paco cruzó el amplio portón del
cuartel. El guardia de puerta le dijo que esperara, que el sargento no estaba
en ese momento, pero que no tardaría mucho. Realmente no pasaría más de media
hora en la pequeña y fría sala de espera, pero para él era como si hubiera
estado esperando durante un sin fin de horas. Por fin apareció. Enjuto, agrio y
con un fortísimo olor a aguardiente que decía claramente que su procedencia era
alguna de las tabernas del pueblo. Lo siguiente es fácil de suponer. Un
monologo vociferarte y autoritario lleno de insultos y acusaciones, sin el
justo derecho a la replica, a la defensa verbal, al pataleo... Las,
salvajemente autoritarias manos, llovían golpeando sin piedad el maltrecho
cuerpo del muchacho. Por todas partes. Desde todos los ángulos imaginables. Y
con la misma furia injusta, rabiosa y casi babeante de quién parece que le va
la vida en ser cruel gratuitamente. Después, aún algo peor; la nudosa y
flexible vara de madera verde, manejada con ímpetu desmedido y no menos
absurdo, siguió apaleando al sumiso ultrajado, que casi ni oponía resistencia,
ni intentaba siquiera cubrirse las zonas mas sensibles. Dejó hacer a su verdugo
con la sola esperanza de que acabase pronto tal martirio. Todo duró poco más de
media hora. A Paco le pareció una eternidad inacabable.
Al día siguiente, al despertar el frío día, Paco se
estudiaba, recontaba y lavaba con agua fría la inmensidad de magulladuras que
cubrían casi todo su frágil cuerpo. Verdugones y ramalazos de diversas formas y
extensiones que asemejaban, almenos en el color, las codiciadas aceitunas
moradas rebuscadas el día anterior entre los ya esquilmados olivares cercanos
al pueblo.
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