
PERDICES
Como todos los días, el
viejo cuelga sobre el muro
la jaula de perdices y
nada le importa
que desde hace cuatro
años, cuando aquellos días
de helada que lo quemaron
todo, murieran sus perdices,
porque él las sigue
escuchando y no admite que nadie le conteste.
El
día para él transcurre de esa forma,
es decir, al lado de la
jaula, trajinando sobre las varetas de ciruelo
que en sus manos diestras
más bien parecen juncia, hilos de seda.
Nada inmuta al viejo que
sigue obnubilado el trajín de sus perdices,
que se pasan el día
refiriendo historias de esas remotas islas
que vuelan en la noche.
A veces llegan mercaderes
que se llevan as ásperas
harinas del molino y los frutos de las huertas
y, con un poco de suerte,
las cestas de mi amigo
que él mismo cuelga bajo
el clavo donde pende
todavía la jaula
perdicera.
Él de eso vive. De eso y
de escuchar
durante horas sus
perdices, temiendo que llegue la noche
y al descolgar la jaula,
con desolación descubra
que han
volado.
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