07 julio 2013
JOSÉ MARÍA CASTIÑEIRA DE DIOS
Oda a la soledad
Otros dieron tu alabanza, fueron
huéspedes y doctores de tu patria escondida;
otros, los mendicantes de la noche,
encendieron sus fuegos a tus pies;
otros tornaron de tus cangrejales
con mieles y con flores;
pero yo te repudio, oh señora invisible:
veo aún tus miradas como el cuero del páramo
bajo el viento del sur,
y escucho el implacable castigo de tu idioma.
De niño
mis ojos, mis oídos, mi sangre y mi silencio
temblaban ante ti como un ciervo azorado
y eras todo el terror de la pampa nocturna.
Más tarde
caminaste a mi lado por las calles en sombra
y fuiste el vago aliento de un silbido miedoso.
Después sentí el Amor, su amistad impetuosa,
y te odié porque alzabas paredones de tiempo,
inmensos continentes de distancia,
entre las cuatro manos necesarias,
entre los cuatro ojos necesarios
para saber la dimensión del mundo.
Y una vez me rodearon grandes islas de pena;
yo estaba acorralado por las hienas del odio
y ni un perro lamía mis heridas del alma,
y yo andaba jadeante, con el rostro perdido,
en un ancho desierto de flores calcinadas,
y era mi corazón una mano quebrada
pidiendo compasión.
Entonces tú, entre nadie,
te allegaste a mi vera,
embebiste la esponja con vinagre, me diste
la bebida que nunca podrá apagar mi sed,
y acercaste a mi cuerpo tu presencia invisible
sin calor animal,
sin esa fiebre humana de la piel del hermano
y la sangre de Abel, o de Caín,
que el hombre necesita para saber que vive.
Y ahora, cuando miro
mi corazón multiplicado
-la esposa en que se cumple mi unidad
verdadera,
la juventud rampante de mi niño, la alegre
exaltación sin leyes de mi niña-
temo que abras la puerta y exijas hospedaje,
mientras duerme al sereno
el Ángel de la Guarda.
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