Ayer he conocido a la Tristeza.
Sentada al pié de un árbol junto al río
confundía su agrisada vestimenta
con el tono tan frío
de la corteza blanca y negra
de aquel olmo en respaldo convertido
Las manos, sarmentosas,
abrazaban con fuerza sus rodillas,

sus pálidas mejillas,
ausentes de color y hasta escamosas,
como rostro de esfinge distraída.
Ojos grises en rostro ceniciento,
se clavaron muy dentro de mi entraña
implorando un aliento,
una ayuda, un consuelo, una palabra,
que no supe prestarle en el momento;
tan imbuido en su tristeza estaba.
Rodeado de amigos en alegre coloquio,
distraje mi atención por un instante,
y cuando volví al olmo, ella no estaba,
pero quedó su esencia acurrucada,
su nebuloso rostro vacilante,
su fosco pelo corto...
Lentamente, se fue desdibujando
hasta quedar tan solo su bagaje:
una serie de enseres mal juntados,
casi desparramados
cual restos inservibles de equipaje
casi con violencia desechados.
Con la vista perdida en el hatillo
y la mente sumida en otro mundo,
no fui yo no sé por cuanto tiempo,
ni si permanecí tan sordo y mudo
cual estatua de sal en el desierto,
vigilante de inhóspito camino
De repente asomó, transfigurada,
a la sombra del puente;
a contraluz parecía levitar
mientras que al chopo original
se aproximaba lentamente,
donde volvió a sentarse arrebujada.
De nuevo mi atención se centró en ella.
Vi cómo levitaba, o así me pareció,
mientras que su mirada, ya más viva,
volvió a clavarse en mí, agradecida.
Con un gesto radiante sonrió
y entonces me prendé de su belleza.
Se levantó y abandonó el paraje,
pero con su sonrisa y su mirada
me dejó en los adentros su alegría,
y esa dicha interior también fue mía.
¿Qué hizo que su porte así cambiara?
¿Habría visto a Dios en su viaje?
Navaluenga, 03 de septiembre de 2013
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