12 noviembre 2013

J.S. del Viejo.





LA VACA


Llegó con gran estrépito a la pedregosa zona de los márgenes del río. Tropezó y cayó, rodando varias vueltas, sobre los duros cantos rodados. No una sola vez, sino varias veces, de las que se levantaba azarado para volver a emprender la alocada carrera. La rabia se le mezclaba con el barro y el sudor que cubrían su cuerpo. Las desaliñadas ropas, desabrochadas y sucias, entorpecían de manera clara los airados movimientos. Al llegar a la orilla del agua comenzó a desvestirse sin ningún miramiento. Sin preocuparse del orden de las prendas, ni al despojarse de ellas, ni al tirarlas de cualquier manera, sobre el verde de una mancha de grama que surgía por entre las piedras. Las sandalias, los pantalones de pana, la camisa de mangas arremangadas y los malogrados calzoncillos, con muy poco su original color blanco, quedaron diseminados por el tapiz vegetal. Ni siquiera se percató de la tremenda bofetada que el sol rechinante del mediodía propinaba a su piel blanquecina. Se zambulló de cabeza en las suaves aguas de la poza del río, dejando tras de sí  un leve remolino de color terroso. Se frotó con ambas manos las zonas de su cuerpo donde se le apegotaba la rojiza tierra amasada por las manos de sus agresoras.
Toda la culpa de lo sucedido se la echaba a aquella rubia flaca. ¿Cómo se llamaba...? Visi, si, se llamaba Visi. Había llegado nueva aquella temporada. El año anterior no estuvo en el algodón. A él nunca le gustó aquella mujer. Sí, era joven y bien parecida, pero tenía algo en el carácter que se le hacía incomodo estar delante de ella. Y hoy había sido la gota que colmó el vaso. Aún la veía venir corriendo hacia él con una sonrisa malévola en los labios. Se le notaba que disfrutaba con la idea de la cercana agresión. Gritaba como una posesa animando a sus compañeras en la persecución. “- Ahí está, a por él, que no escape. Tenemos que hacer que no le queden más ganas de mirar a las mujeres en toda su vida. Por asqueroso.” Todas le hacían caso como si fuera la capitana de la cuadrilla.
No pudo escapar por ningún lado. Eran muchas contra él solo. Le rodearon sin darle opción a poder correr de ellas. Lo atraparon enseguida en medio del barbecho recién arado. Lo revolcaron por la tierra caliente, le obligaron a girarse boca arriba, le arrancaron los botones de la pretina del pantalón de un fuerte tirón. Una frenética sucesión de furiosos puñados de tierra hacían impacto en su recién descubierta entrepierna.  Después cayó un gran chorro de agua fresca procedente del cántaro que él mismo había traído desde la fuente hacía poco rato para que las mujeres de la cuadrilla mitigaran la sed. Y más tierra caliente. Y más gritos de mujeres que le desmontaban las fuerzas necesarias para el innecesario forcejeo. Y risas. Aquellas endemoniadas risas que le herían en lo más hondo de su orgullo de hombre.
De acuerdo, reconocía que no estaba bien esconderse entre los juncos de la hondonada del terreno lindante al algodonal. No sabía como demonios se le ocurrió la idea de ponerse a espiar las escapadas de las muchachas a hacer sus necesidades entre la vegetación.  Después de todo no había visto nada a ninguna. Pruden no llegó ni a terminar de desabrocharse los pantalones antes de descubrirlo agazapado a muy pocos pasos de ella.
Salió del agua, se secó, esperando un largo rato desnudo bajo el sol. Se sintió bien mientras se vestía sacudiéndole la tierra, ya seca, a la ropa.  Después le desasosegó el temible hecho de la obligación de tener que volver a enfrentarse a las burlas, descaradas o intuidas por las risítas sospechosas de las satisfechas mujeres. Pero no había otra opción. Volvería, con la cabeza gacha, dando por aprendida la lección de comportamiento.


                                                          Sabadell, 6 septiembre 2006.





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