07 abril 2014

Jose Lobo






LLUVIA

Llueve. Ella ama la lluvia. La oscuridad del otoño. En cuanto empiezan a caer las primeras gotas ella se acerca al cristal que marca la frontera entre su casa y el mundo. Pocos momentos tan de ella, porque su vida pasada vuelve siempre de la mano del agua.
Sólo en días así le llegan episodios olvidados de su infancia. Simplemente se asoma y espera a que le vayan llegando, a través de ráfagas de agua, esas escenas borrosas de un tiempo perdido, imágenes que se reflejan en los charcos, el penetrante olor a mojado, o dibujar preguntas sobre el cristal con sus invisibles lapiceros de agua.
Como en una película en blanco y negro, va pasando de forma desordenada, la simple historia de su vida sin historia.

Una de las cosas que habían empezado a ocurrir sin falta desde las últimas lluvias, era la aparición, de punta a punta de la calle, de un hombre embutado en su chupa de cuero negra, que caminaba despacio, de forma pausada.
Nunca había visto a esta persona fuera de sus tardes de lluvia. No se le podía ver en la cola de ningún comercio, ni se cruzaba con él en las calles del barrio, de manera que, su encorvada figura, sólo acudía puntual a la cita del agua, cobrando ante ella el irreal aspecto de un fantasma.

Se diría que el hombre esperaba, en alguna parte agazapado, escrutando los movimientos de las nubes en el cielo, esperando el momento de salir y ser, cada tarde de lluvia, la única figura humana paseándose por el pasado de ella, entre todas esas flores mojadas, empapándose los zapatos en los charcos.
Era como si aquella sombra recorriese el territorio y miedos de su vida pasada, galería de la tristeza, de la desolación más tierna. Cada vez que el cielo se venía abajo, aquel hombre misterioso caminaba impasible bajo la tromba, con la mirada perdida y un cuaderno chorreante debajo del brazo.

Una tarde de primavera, estando en la calle la sorprendió una fuerte tormenta y repentina. Corriendo entró a guarecerse en una cafetería. Entonces, lo vio de cerca. El hombre del agua estaba allí, y sobre el mármol en que apoyaba los codos, junto a una taza vacía, también su inseparable cuaderno.
Con atrevimiento pidió conversar con él. Tomaron un nuevo café. El lo tomaba sin azúcar, cuan amargo como es en su esencia. El hizo un barco pequeño con una servilleta de papel. Hablaba despacio, y miraba más a su barquito de papel que a los ojos de nadie, y sobre la mesa caían, de vez en cuando, gotas de su pelo.
Ella, haciéndose la distraída pescó una de esas gotas y con la yema de su dedo se la llevó a los labios, y todo lo demás que hacía era escuchar y mirar y sentir esa danza interior , la que sólo se desataba en ella viendo llover desde la ventana de su casa, cuando los recuerdos llegados con el agua le devolvían sus trozos perdidos de ella misma.

El hombre andaba sobre los cuarenta y tantos años. Algo mayor que ella, y tenía la timidez de los que habitan sin cesar ciudades sumergidas y horas interiores, la gravedad de la gente propensa a morir. Cada palabra era recibida por ella como una sutil y hermética metáfora, algo que ahora no estaba en condiciones de entender qué era, pero que tenía que ver con su vida, o con la forma adecuada de mirar su vida, más allá de la lluvia, del envejecido presente y de la noche.
Cuando el cese del chaparrón dejó de justificar que aquellos seres estuvieran allí sentados, sus manos tan cerca encima de la mesa, llegó el momento de la despedida. Labios que al besar se demoran en la mejilla una fracción de segundo más que en cualquier otro beso puramente formal.

Dejaron a la casualidad el papel de decidir o no un próximo encuentro. La casualidad, acaso otra vez vestida con un vestido de agua, quizá los volviera a juntar otra tarde frente a una taza de café. Quizá con la misma desnudez que ahora. Quizá con el mismo temblor.
El olvidaba su estropeado cuaderno encima de una silla. Ella se lo cogió para dárselo, abriéndose sus hojas sin hacerlo adrede.
Vio que su interior estaba poblado de poemas con fechas que se remontaban a años atrás…

Ella aguardaba las tardes en su ventana, esperando que algún día retornase la lluvia, aunque fuese solo por unos minutos. En el cristal vio una odiosa imagen de si misma, contemplando los proyectos que asoman y desaparecen sin cambiar nada de su solitaria vida.

Algunas veces se le ocurre pensar que, a lo mejor al lado de esa persona que trae gotas en el cabello de todas las lluvias, la vida sea menos fría y vacía que a este lado del cristal. Es sólo que si fuera verdad, como parece, que él llega siempre atravesando cada otoño del mundo y su mirada encierra el poder de revivir las cosas que se fueron, las estaciones ya muertas, y el deseo olvidado como un pétalo seco entre las hojas de un libro, quizá valdría la pena esconder entre sus brazos la cabeza y caminar por la vida, bajo su permanente lluvia, donde quiera que esté, junto con su cuaderno y poemas, sin reloj y sin hora ….



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