19 enero 2015

Juana Ríos,






Y sin embargo,
yo no era como aquel hombre con los pies llenos de barro
que tenía el extraño don de parar la hemorragia
de la sangre en las heridas.

Aquél que los antiguos egipcios utilizaban en sus cirugías
y que con su sola presencia acallaba el rumor de la vida
huyendo en borbotones rojos de la prisión de las venas.

Tantas cicatrices, cordilleras suaves que vestían tu piel,
tantas puñaladas profundas que abrían tu carne y me mostraban los músculos desnudos y destrozados,
hasta el marfil de tus huesos de sueños.

Y yo no podía coserlas, ni detener el acero al que te gustaba enfrentarte,
espadas extrañas que amabas, jugando a esquivar todos los susurros en el aire y todos los caminos oscuros.

Tú, que conocías los nombres tras los que se esconde la derrota,
que sabías del sabor traidor de los triunfos, que te jugabas el todo por la nada y dejabas, sonriendo,
el destino en manos del conejo blanco dentro de la chistera.

En tu propia casa vivía tu íntimo enemigo,
dormía en tus mismas sábanas narcóticas,
y lo mirabas a los ojos cada mañana,
frente al espejo.


No hay comentarios: