14 enero 2016

Katherine Contreras Gómez






Luz intermitente

Detesto la línea debajo de mi vientre, pero detesto aun más que el médico diga que se solo la veremos yo y mi marido. La falta de sueño me angustia más que todas las estrías en mis caderas. Las horas del día se rellenan con lavandería, extracción de leche y paseos al parque que se parecen más al recreo de un preso. Le confieso a mi madre que la culpa y la falta de sueño me están llevando cada vez más a terrenos pantanosos, que mi vulnerabilidad está a flor de piel: “Tú decidiste entrar a esta a fiesta”, me dice con tono desaprobador. Sospecho que mi colección de frustraciones después del parto la han decepcionado. Mi marido sugiere que salga de vacaciones y que apague el despertador; no entiende que quiero renunciar, correr sin voltear, recoger ilusamente las astillas de la taza que sabe terminará en el techo, pero quiere dar el último manotazo antes de hundirse. “Pero, hijita, los hijos son una bendición, nos cambian la vida”, trata de reconfortarme la cojuda de mi suegra, su voz chillona acelera mis palpitaciones, cristaliza mis desesperanzas de encontrar respuesta a mis grietas. Llora mi bebé, no tengo idea por qué. Me he quedado sola hoy, ayer y probablemente la semana pasada también. El cheque de mi marido tiene mas ceros que el mío, él ni siquiera se graduó y yo sigo endeudada pagando mi máster. El incremento escandaloso de nuestros gastos lo mandaron a él a ausentarse de 9:00 a.m. a 5:00 p.m. y yo quedarme de 12:00 a.m. a 12:00 a.m. sin goce de haberes. Mis amigas dejaron de invitarme a sus desayunos desde que les confesé que no logro conectarme con mi hijo y que tomo sertralina: “Ya pasará, ya verás. Todo está en la mente, rezaremos por ti”, continúa parloteando desde el otro lado de la línea, pero mi tolerancia ya no es la misma y cuelgo.
Antes de cerrar este capítulo, considero la sugerencia de mi marido, me asegura que todo irá “bien” en mi ausencia: “Nada hasta que no sientas los brazos y duerme con las cortinas cerradas”, me aconseja con optimismo fingido.

Ya van dos días en este balneario y la presencia del insomnio ha quebrado mis impulsos de salir de la caverna. Lloro en silencio para no despertar a los demás huéspedes. Decido seguir las recomendaciones de mi marido. El mar sigue tibio incluso a las cuatro de la mañana. En el instante en que mis pies tienen contacto con el agua, estoy segura de que debo escuchar los gritos de mis entrañas: “Nada hasta que no sientas el alma”.

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