Luz intermitente
Detesto
la línea debajo de mi vientre, pero detesto aun más que el médico diga que se
solo la veremos yo y mi marido. La falta de sueño me angustia más que todas las
estrías en mis caderas. Las horas del día se rellenan con lavandería, extracción
de leche y paseos al parque que se parecen más al recreo de un preso. Le
confieso a mi madre que la culpa y la falta de sueño me están llevando cada vez
más a terrenos pantanosos, que mi vulnerabilidad está a flor de piel: “Tú
decidiste entrar a esta a fiesta”, me dice con tono desaprobador. Sospecho que
mi colección de frustraciones después del parto la han decepcionado. Mi marido
sugiere que salga de vacaciones y que apague el despertador; no entiende que
quiero renunciar, correr sin voltear, recoger ilusamente las astillas de la
taza que sabe terminará en el techo, pero quiere dar el último manotazo antes
de hundirse. “Pero, hijita, los hijos son una bendición, nos cambian la vida”,
trata de reconfortarme la cojuda de mi suegra, su voz chillona acelera mis
palpitaciones, cristaliza mis desesperanzas de encontrar respuesta a mis
grietas. Llora mi bebé, no tengo idea por qué. Me he quedado sola hoy, ayer y
probablemente la semana pasada también. El cheque de mi marido tiene mas ceros
que el mío, él ni siquiera se graduó y yo sigo endeudada pagando mi máster. El
incremento escandaloso de nuestros gastos lo mandaron a él a ausentarse de 9:00
a.m. a 5:00 p.m. y yo quedarme de 12:00 a.m. a 12:00 a.m. sin goce de haberes.
Mis amigas dejaron de invitarme a sus desayunos desde que les confesé que no
logro conectarme con mi hijo y que tomo sertralina: “Ya pasará, ya verás. Todo
está en la mente, rezaremos por ti”, continúa parloteando desde el otro lado de
la línea, pero mi tolerancia ya no es la misma y cuelgo.
Antes
de cerrar este capítulo, considero la sugerencia de mi marido, me asegura que
todo irá “bien” en mi ausencia: “Nada hasta que no sientas los brazos y duerme con
las cortinas cerradas”, me aconseja con optimismo fingido.
Ya
van dos días en este balneario y la presencia del insomnio ha quebrado mis
impulsos de salir de la caverna. Lloro en silencio para no despertar a los
demás huéspedes. Decido seguir las recomendaciones de mi marido. El mar sigue
tibio incluso a las cuatro de la mañana. En el instante en que mis pies tienen
contacto con el agua, estoy segura de que debo escuchar
los gritos de mis entrañas: “Nada hasta que no sientas el alma”.
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