Me perderé despacio
en tus rincones, en el
preciso
hoyuelo de tu risa,
en las comisuras de tus
ojos
—perdón, quise decir tu
boca—.
A veces me confundo:
es tan compleja y rica
toda tu anatomía.
Olvidarme del tedio,
del mundo ardido
que dicen que rompimos,
pero que destrozaron
otros.
Dejar plantado mi
trabajo,
escupir a mi jefe lo que
pienso
de los Servicios
Sociales,
desconducir mi coche
cincuenta y dos
kilómetros
hasta la calle donde te
tiene esclava
una oficina, gritarle
basta
a los teléfonos, romper
la cremallera
de los meses iguales,
setenta y tres
centímetros
de espalda y de deseo:
saberte viva
al fin, libre como
internet,
como los yayoflautas
o las plantas que crecen
salvajes en las tejas.
Fundar mi patria, la
tuya,
nuestra tierra
en dos metros de cama.
Acariciar palabras boca
a boca.
Hasta que nada duela
tanto.
Hasta que tanto duela
nada.
Hasta que el mundo finja
que nos quiere y se
digne
—por fin— a ser feliz.
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