LA FELICIDAD
Iba por ahí dando tumbos
cuando, de pronto, en un escaparate
de Colón,
deslumbrante, majestuosa:
La Felicidad.
Era hipnótica, hechizante.
Me llamaba,
me cantaba como una sirena.
Era un imán.
No pude resistirme.
Me acerqué,
miré el precio al pie del maniquí.
Hice cuentas. Podía permitírmelo.
Entré en la tienda.
Cientos de personas
se movían sin descanso de aquí para allá.
Después de unos cuantos tropezones
localicé a una dependienta.
Me abrí paso hasta ella.
Por favor,
le dije,
quisiera esa Felicidad del escaparate.
¿Talla?
No sé.
¿Es para ti?
Sí.
Entonces una M. Voy a ver.
La chica se perdió entre el gentío.
Pasaron cinco, diez minutos;
pensé que se había olvidado de mí.
Entonces volvió con la Felicidad.
Ha habido suerte,
dijo con una sonrisa profesional:
la última mediana.
Estupendo.
El probador está al fondo.
Me dirigí hacia allí
con la Felicidad en mis brazos.
Qué tacto tan sublime.
Qué suavidad.
Qué sutileza.
Así debía de ser la piel de Dios.
Entré ilusionado en el probador
y empecé a ponérmela,
con ansia, con emoción.
Cuando hube terminado
me miré en el espejo
y contemplé un espectáculo lamentable.
Las mangas
me quedaban cortas,
las perneras largas,
y sin embargo el tiro
me aplastaba los huevos sin compasión.
Quise darme la vuelta
para ver qué tal de espaldas
y la sisa se desgarró
bajo mi axila derecha.
Qué desastre.
Yo creía que la Felicidad era otra cosa,
joder,
algo de mayor calidad.
Me quité aquel andrajo
sintiéndome levemente decepcionado,
y salí del probador.
Cuando iba a devolverle la Felicidad
a la chica fui abordado por un tipo
con mirada de loco
inquietantemente parecido a mí.
¿No te la llevas?,
me preguntó como ido.
No,
respondí.
Sin mediar más palabras
me la arrebató de las manos.
Era hipnótica, hechizante.
Me llamaba,
me cantaba como una sirena.
Era un imán.
No pude resistirme.
Me acerqué,
miré el precio al pie del maniquí.
Hice cuentas. Podía permitírmelo.
Entré en la tienda.
Cientos de personas
se movían sin descanso de aquí para allá.
Después de unos cuantos tropezones
localicé a una dependienta.
Me abrí paso hasta ella.
Por favor,
le dije,
quisiera esa Felicidad del escaparate.
¿Talla?
No sé.
¿Es para ti?
Sí.
Entonces una M. Voy a ver.
La chica se perdió entre el gentío.
Pasaron cinco, diez minutos;
pensé que se había olvidado de mí.
Entonces volvió con la Felicidad.
Ha habido suerte,
dijo con una sonrisa profesional:
la última mediana.
Estupendo.
El probador está al fondo.
Me dirigí hacia allí
con la Felicidad en mis brazos.
Qué tacto tan sublime.
Qué suavidad.
Qué sutileza.
Así debía de ser la piel de Dios.
Entré ilusionado en el probador
y empecé a ponérmela,
con ansia, con emoción.
Cuando hube terminado
me miré en el espejo
y contemplé un espectáculo lamentable.
Las mangas
me quedaban cortas,
las perneras largas,
y sin embargo el tiro
me aplastaba los huevos sin compasión.
Quise darme la vuelta
para ver qué tal de espaldas
y la sisa se desgarró
bajo mi axila derecha.
Qué desastre.
Yo creía que la Felicidad era otra cosa,
joder,
algo de mayor calidad.
Me quité aquel andrajo
sintiéndome levemente decepcionado,
y salí del probador.
Cuando iba a devolverle la Felicidad
a la chica fui abordado por un tipo
con mirada de loco
inquietantemente parecido a mí.
¿No te la llevas?,
me preguntó como ido.
No,
respondí.
Sin mediar más palabras
me la arrebató de las manos.
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