Lagoa
Fuimos hacia
el suroeste
con el calor
en alquiler
indefinido en nuestra piel.
Los chicos
conducían:
nosotras
teníamos las manos
demasiado
ocupadas de deseo acumulado
y caricias en
lista de espera.
Aquella cala
a la que llegamos
era un embudo
de cielo y piedra
con licencia
para escupirnos al océano
sin que
pudiéramos evitarlo.
Vi pasar mi
vida entera
por delante
de los ojos
cuando tú,
sirena que ha perdido
las escamas
en pizarras y asfalto,
me
arrastraste hasta la espuma
que me llenó
el pelo de sal
y el cuerpo
de nácar.
Me ahogué.
La saliva se
me volvió
pesada arena
en la garganta
y tus
piernas, salvavidas rojo
que amarraste
alrededor de mi cuello,
me hundían
todavía más
en la acidez
y la exactitud palpitante
de tu centro.
Y tuvo que
ser en una habitación de Lagoa
donde un
espejo sucio
y mal anclado
trajera de
vuelta a la superficie
mi reflejo de
pómulos rojos,
pelo revuelto
y pechos reventando
en dos lunas
crecientes tatuadas
a besos
por el sol de
esa tarde
en la que
elegimos mal la playa.

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