EL COBIJO
DE LA AMAPOLA ROJA
Nació una amapola roja
en la casa de debajo del árbol, donde las raíces asfixiaban la orilla de su
percepción. En el árbol habitaban moradores peculiares. Así, en el primer piso
vivía, sola desde que enviudara, la dama de los ojos violetas. Hacía crochet en
un mirador desflorado desde el que veía la vida pasar y, una vez que pasó, su
nombre se perdió entre las hojas caídas del otoño, desterrada al olvido. En
otro piso vivía un topo que, en su delirio de grandeza, se había mudado a las
ramas más altas, y llevaba unas gafas de culo de vaso para seguir sin ver nada.
En el patio del pozo moraba una cabra sonriente de ojos claros, que ponía
nombres con sufijos diminutivos a los electrodomésticos, como única muestra de amor
que podía conceder. Desde abajo, la amapola oía las pisadas iletradas de todos
los del árbol, que con miradas vacías subían y bajaban, dejando sus huellas
huecas como reflejo de superioridad.
En el árbol había un
espacio repleto de libros, en el que entraba la luz por una galería
extremadamente cuidada por Jacinta, la que daba caramelos a los niños para que lo
frecuentaran. La amapola acudía a diario a ese lugar.
En el piso de abajo, entre
las raíces, la amapola creció con luz propia, ‑la cual provenía de unas
palabras impresas en páginas amarillentas y olvidadas‑, vivía en medio de la
oscuridad de la guarida de la bestia, que era alimentada por la ignorancia y la
cobardía, y que lo invadía todo. En un principio, el paisaje no fue pintado así,
pero la bestia lo había emborronado todo y cuando la amapola nació ya existían
esos colores que destruían la atmósfera, por lo que ella creció dando pasos
sigilosos, con palabras secretas guardadas en sus bolsillos, leyendo a
escondidas para no ser vista por la bestia.
La ignorancia dio la
orden de ocultar al resto del árbol la existencia de la podredumbre que se
había instalado en las raíces. La cobardía no expresó ninguna objeción, por lo
que la amapola aprendió a disimular el perfil de sus pensamientos, a callar la
peste que la bestia estaba generando, a buscar la luz que entraba por la
rendija de la ventana del patio como lugar de lectura. Sin embargo, llegó un
momento que el olor no lo aguantaba ni la ignorancia y expulsó a la bestia. Al
principio, la amapola se oxigenó y lució más nítida, pero la podredumbre había
hecho hogar en la morada, por lo que tuvo que partir de aquel árbol arrastrando
el estigma de haber vivido toda su infancia con la negrura en su misma morada.
Con los años, la
amapola prendió en un jardín de libros junto a otras amapolas doctas, donde la
negrura se fue diluyendo con palabras recicladas. Hoy las palabras cuelgan de
su árbol sin memoria de la bestia, sin estigma, haciendo más libre a la amapola
y a sus descendientes.
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