Para qué la poesía
Para despertar a latigazos el silencio
Para
recoger la rabia y la ternura de los sueños. Para escudriñarle los
secretos a las piedras. Para adentrarnos en la memoria de los soles.
Para recordar la vida de alguien que se llamó Fray Luis y era poeta.
Para llegar al corazón del hombre que nos mira desde arriba, de la
estrella. O desde abajo, nos grita, nos pide le ayudemos. Para afinarle
la guitarra a alguna tarde. Para dar con el nombre esacto de las
cosas. Para descifrar la semiótica de las flores, las estrellas, los
temblores y los pobres. Para levantarse a las tres de la madrugada a
torear la muerte, llena de una larguísima tristeza con tantos pasos para
dar con uno. Para sabernos vivos todavía “bajo el granado trigal de la
noche insomne, rumorosa de viento alto y de luceros”. Para templarle la
cuerda a la esperanza en busca de un pedacito más de vida. Para saludar a
la nieve allá en Saluggia o recordar que a veces el azul está de luto.
Para sentir los taladros de la muerte, las pisadas nocturnas del
labriego o los pasos de Dios sobre el planeta. Para saber que al hombre
lo vigila el corazón. Para convencernos que roja será la rosa en el azul
del sueño. Para llegar al mar y a tanta llamarada viva. Para caer en
cuenta que, calladamente, todo, el hombre va dejando.
Para
acompañar la vida a sol y sombra, donde sea preciso. Para confiar en la
vida repentina o en “la dicha de vivir completamente”. Para dar con la
lluvia deshojada. Para la soledad, el musgo, el conticinio. Para cobijar
el soñar de la demencia. Para la verdad que sólo conocen las estrellas.
Para vigilar nuestra rebelde sembradura. Para el fogonazo o la luz
total de nuestras sombras. Para revelar el mundo, el hombre; para
protegernos de la muerte con pistolas cargadas, capaces de hacer que
cada hombre tenga que inventar cada día. Para contarle a Manuel Felipe
que nadie le canta a la neblina o apenas si se ven las mariposas. Para
caer en cuenta de la nada. Para que el niño de la Tierra tenga al lado
de un Platero su guitarra. Para que la ancha pena dolorida se esfume
diariamente en la alegría. Para entonar el sideral concierto del
turpial. Para alojar en el alero a la antigua serenata. Para que a Jara
lo lleve una paloma entre sus alas. Para abrirle las puertas a la noche
por donde pase la ilusión del alba. Para que el arco iris vesperal al
hombre de la estrella nos remonte. Para que la aurora sea capaz de
convertirse en Dios. Y el canto de la alondra instaure la alegría en el
viejo dividive. Para que el arma se deponga pronto y se empuñe la paz de
la mañana. Para que cese el cósmico dolor de la galaxia. Para que a
tantas guerras desbocadas las detenga un bordón amanecido.
Para
saber que está completamente prohibido llorar sobre los vivos y menos
aún sobre los muertos. Para abrazarnos a la Paz desde las barricadas de
la guerra. Para prestarle al Comandante su montaña, su sierra, sus
morteros; su soledad, su naufragio, sus planos, sus trincheras, sus
secretos; su escondite, sus manos, sus portentos; para empuñar fusiles
nuevamente. Para prestarle su mochila, su escopeta, su carabina, su
boina, su barba, su estrella, su bandera o arrechera; su revólver, su
camisa, guayabera y documentos. Sus botas, su pistola, su dolor, su
ternura, su sonrisa, su tormento y recovecos; su frente, su fusil y sus
morteros; su fuerza, su foco, su asma, su garganta y su pañuelo. Su
morral, su memoria, sus veredas; su nobleza, su magia y suerte y
comunión y poesía y espera; el tiempo que le falte para una Nueva Era.
Para
respirar juntos el silencio del silencio del silencio del silencio del
silencio... ¡Para aquella Gruta Clara y Luminosa! ¡Toda nosotros, toda
violencia, toda muerte! Para la aspiración. Para la espiración. Para la
queja, la aflicción, para el deseo. Para que sople el viento
blandamente. Para respirar el aire que quedó en la infancia. Para juntar
todos los pasos y oír la algazara de los sueños. Para los silencios de
las sombras que esconden a su Dios. Para el azul que ennegrece en las
colinas. Para la aldea sin molinos, para sus casas de cal, sus
cafetales, sus veredas, sus esquinas, húmedos de llorar por dentro, de
tanto ser testigos. Para el silencio de la arboleda. Para espiar cada
aurora y comprobar claramente que el día no existe, que la noche se
apoderó del mundo. Para enredar las trinitarias con el melindre, la
harina y el azúcar del silbido penetrante de la flauta pequeña de los
ángeles. Para cantarle a la fogata. Para la serena mirada de la abeja en
medio de la plegaria de la violeta y el responso de la araña. Para ese
párpado de hormiga que apenas somos. Para el letargo de las horas, donde
yacen el alarido, la conciencia, las carnes vulneradas. Para despertar a
latigazos el silencio. Para los estambres, las astillas y estallidos.
Para estrenar truenos, trenos, trinos, tiros, franjas, fraguas,
fragores, fogonazos...
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