26 septiembre 2008

Relato de María Engelmo Maestre

SALVADOR PAZ

ANEMONA.


Soñaba con que algún día su escueto cuerpo y su canija personalidad ilustraran el periódico local. El motivo era lo menos importante, salvar a algún huérfano de entre las llamas, encontrar alguna ilustre joya extraviada....daba igual porque él creía que la popularidad le regalaría ese trabajo que buscaba hacía meses. Llevaba tanto tiempo sin una ocupación remunerada que había olvidado el placer de estrenar una corbata. Recordaba con nostalgia las tediosas mañanas en el almacén, embalando, etiquetando, barriendo, el desayuno a las diez en punto en la cafetería de la esquina con los compañeros, todos vestidos iguales, con esas inconfundibles batas grises. Y por una broma caprichosa del destino su bobalicona sonrisa se coló, no en todos los hogares de la ciudad, sino del país. Una sonrisa que pretendía disculpar su intromisión, porque jamás de los jamases, él, Salvador Paz, hubiera querido irrumpir de esa manera. Y ahora, sentado en un camastro maltrecho, meneaba la cabeza que escondía entre las manos incrédulo de lo que se le avecinaba.
Todo comenzó dos días atrás cuando, como de costumbre, bajó al kiosco a comprar la prensa. Recorrió mecánicamente el camino de vuelta a casa, subió las oscuras escaleras que tanto le deprimían, abrió la puerta, esa que siempre chirriaba y siempre, en el momento de empujarla se proponía engrasar. Fue directamente a la cocina y con el periódico bajo el brazo, sin soltarlo, preparó café. Eran las diez menos diez, porque después de tantos años haciendo lo mismo, no concebía desayunar más que a las diez en punto... Hasta ahí todo iba bien, o mejor dicho nada le hubiera hecho pensar que ese fuese un día distinto a los demás. Se sentó a sorber su café y pasando las páginas rápidamente, ojeó los titulares hasta que llegó a los anuncios por palabras que era en realidad lo único que le interesaba desde que perdió su empleo, su empleo desde hacía más de veinte años. Sus ojillos miopes recorrieron ávidos las ofertas, acodado en la mesa y con la taza suspendida en el aire. Durante los pocos minutos que dedicaba a esa tarea parecía detenerse el tiempo, dejaba de oír los sonidos callejeros y si el timbre hubiese sonado ni siquiera se habría dado cuenta. Era el momento del día que requería toda su atención, toda su concentración. “Se precisa aprendiz de carpintero menor de 25 años. Interesados contactar con Arturo en el 966 452 776.” No servía, hacía mucho que había rebasado esa edad. “Seleccionamos personal con experiencia en informática para empresa de telecomunicaciones. Enviar currículum al apdo.254.”¿Y qué entendía él de ordenadores? Siguió leyendo un sin fin de anuncios y ninguno parecía hecho para él, aunque estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, cualquiera. Sólo necesitaba una oportunidad para demostrar su valía. “Particular busca jardinero para exteriores e invernadero. Horario de mañanas, bien remunerado. Srta. Ana. 967 844 500.” ¿Jardinero? Tras los gruesos cristales sus pupilas se iluminaron. Sí, podría servir. De pequeño so
lía ayudar a su madre con las macetas del patio, y por supuesto, no confundía un geranio con ninguna otra planta. Tenía que intentarlo, tenía que salir urgentemente de esa condición de parado que le obsesionaba, le impedía dormir, y sobre todo,







Foto de Sandra Victoria Placci



estrenar una corbata roja, flamante, de esas que hacían volverse de envidia a los transeúntes.
Se puso su gastada chaqueta y salió dispuesto a convencer a la señorita. Ana de que él era el hombre que estaba buscando, trabajador, educado, honrado y puntual. 967 844 500. Señorita Ana, señorita Ana, su salvadora. A la vuelta de la esquina le esperaba un teléfono público, y al otro lado del hilo un trabajo. Con su primer sueldo entraría en la mejor camisería de la ciudad y sin reparar en costes se equiparía con ropa elegante, para luego ir a cenar a un buen restaurante. Cruzaría la puerta con la cabeza alta, contoneándose un poco y todos se fijarían en su corbata, y en su sonrisa confiada se notaría que no era un don nadie, que su buena posición le permitía sentarse a la mesa y ser tratado con el mayor respeto. ¿Llevaría monedas suficientes? Su poder de persuasión exigía ante todo muchas monedas. 967 844 500. 967 844 500. 967 844 500. El teléfono estaba ocupado y hacía un poco de frío pero él no se daba ni cuenta. Estaba absorto en sus pensamientos y aguardó su turno, algo impaciente y sin dejar de darle vueltas a lo que le diría a la señorita Ana. Su tono de voz no debía delatarle. Sólo pediría información, sin dejar que ella notara que ese empleo le era vital. 967 844 500. 967 844 500. La cabina quedó libre y se precipitó dentro sacando del bolsillo un montón de calderilla. Con mano temblorosa marcó el número aprendido de memoria y esperó ansioso retorciendo el cable entre los dedos. Señorita Ana, señorita Ana, ¿dónde está usted, señorita Ana? Nadie contestaba y tuvo que teclear el número varias veces, cada vez más nervioso. Al fin alguien descolgó al otro lado.
_ Señores de la Torre, ¿dígame?
_ Buenos días, quisiera hablar con la señorita Ana, por favor._ Intentó que sonara de la manera más neutra posible, aunque temblaron sus palabras.
_ ¿Me da su nombre, si es tan amable?_ La voz masculina parecía hablar mecánicamente, como si estuviera habituada a responder al teléfono, pero con la seguridad de que nunca sería para él.
_ Estoy interesado en el empleo que ofrecen.











Foto de J.L. DIZ

Mi nombre es Salvador, Salvador Paz
_ Un momento, por favor, enseguida la aviso.
La espera se le hizo interminable. Veía desaparecer las monedas, una a una, y daba vueltas a las que le quedaban en la mano con desesperación. ¿Por qué no acudía nadie a contestarle? Quizás el puesto ya estuviera ocupado y simplemente no pensaba responder esa Ana.
El mayordomo la encontró en el despacho, tarareando mientras descorría las cortinas y abría las amplias ventanas. Sus movimientos eran bruscos, nerviosos, como si tuviera prisa o pensara en lo que haría inmediatamente después.
_Señorita Ana, le llama por teléfono el señor Paz.
_Gracias, lo cogeré aquí _ contestó descolgando el aparato de encima del escritorio.
_ Ana al teléfono. Buenos días.
_Buenos días_ Sonó como un suspiro de alivio.
_ ¿Tiene usted experiencia como jardinero?_ La impaciencia de la pregunta era evidente.
_ ¡Oh, sí! Soy un amante nato de las plantas, las entiendo y ellas me entienden a mí. Sé de los cuidados que precisan cada una de ellas, yo...
_ Bien, _ le cortó la voz._ ¿para cuando podemos concertar una entrevista? Sería posible mañana mismo?
_ Por supuesto. ¿A que hora le viene bien?_ Se dio cuenta que estaba dando a entender su urgencia, pero ya nada podía hacer.
_ A las diez en la calle Velásquez, 7.
_ Si, está bien.
_ Hasta entonces pues._ Y colgó.
Se quedó inmóvil unos segundos con el ceño fruncido analizando la breve conversación. Suspiró preguntándose qué tipo de mujer sería aquella. ¡Qué carácter, Dios! Pero había conseguido una entrevista, y durante ese encuentro aquella señorita Ana no se resistiría por muy cortante que se hubiese mostrado. No permitiría que ese jardín se le escapase de entre las manos.
En la mansión de los de la Torre, Ana, la única hija del matrimonio, soltó el auricular que había mantenido sujeto con el hombro durante el diálogo mientras arreglaba un ramo de flores sobre la mesa del escritorio de su padre. Llevaba unos pantalones ceñidos que le favorecían y una camisa blanca anudada a la altura de la cintura. Estaba algo manchada de tierra, pues había cortado las rosas ella misma, pero eso no hacía disminuir su atractivo. A sus veintitantos, casi treinta, parecía una adolescente feliz y sin complejos. Desde que su madre muriese ella se había encargado de esos pequeños detalles que hacían la casa más acogedora. Estaba algo alterada pues esa noche se celebraba una transcendental cena a la que asistirían importantes personalidades. Llevaba días supervisando los preparativos. Por regla general era una mujer de risa fácil y charla amena e interesante, por lo que su padre valoraba mucho su presencia en sus reuniones sociales. Su aspecto agradable y sus exquisitos modales la habían convertido en imprescindible para que todo marchase bien y sus invitados se sintieran realmente a gusto. Pero esa mañana se encontraba alterada y le dolía un poco la cabeza.
¿Qué aspecto tendría? Se preguntó Salvador. A juzgar por su voz probablemente llevara unas gafas en la punta de su nariz aguileña, el pelo recogido en un moño, gris, del mismo color que su vestido abotonado hasta el cuello. ¡Y de qué manera le quitó la palabra cuando intentó responderle! Era de suponer que se trataba de una solterona amargada por los años de soledad, que se complacía a su vez en amargarle la vida a cuantos la rodeaban. Probablemente el ama de llaves. La típica ama de llaves de las películas antiguas. Sin darse apenas cuenta llegó al portal, subió a grandes zancadas las escaleras, volvió a abrir la puerta aunque esta vez ni advirtió el molesto chirrido. Se sentó frente a la taza de café helado, y bebió un trago que escupió inmediatamente. Esa mujer le había arruinado el desayuno del día y el del día siguiente también ¿Qué edad tendría? ¿Alrededor de los cuarenta? Sí, cuarenta y tantos, una edad fatal para cualquier mujer y especialmente para una soltera, por que al traspasar la terrible barrera de los cuarenta pierden toda esperanza de encontrar marido, se vuelven agrias, irascibles, gruñonas, y lo que es peor aún, desengañadas de todo. Y al llegar ahí el hilo de sus pensamientos, una mana huesuda, la de la señorita Ana, le estrujó el corazón. ¿Y si le pedía informes? Si de sus labios finos y crueles salía un “sus informes”, ¿qué pasaría? ¡Ah! La señorita Ana no tenía ni idea de la cantidad de recursos que ocultaba en la manga. Le hablaría amablemente, le convencería de sus excelentes cualidades para el puesto, y no le cabría otro remedio que darle una oportunidad. Tomó un trago de café frío para calmarse, pero no conseguía apartar de la mente a la desagradable señorita Ana, esa mujer arpía, ya le enseñaría él buenos modales, algo que desconocía totalmente. Pasó el resto del día encerrado en casa mascullando a media voz mientras hacía sus quehaceres. Y al acostarse tuvo un sueño entrecortado, plagado de pesadillas y sobresaltos, por lo que por la mañana estaba tan crispado que se cortó varias veces al afeitarse.
Mientras esto pasaba en casa de Salvador, Ana se desperezaba en su dormitorio del piso de arriba esperando que le subieran el desayuno. Recordó la espléndida cena de la noche anterior. No podía haber ido mejor. La comida fue exquisita, la mesa adornada con gusto y la charla animada durante toda la velada. Y lo mejor de todo, conoció a un joven empresario que se deshizo en halagos durante todo el tiempo. Esperaba volver a verla pronto, o al menos eso dijo al despedirse mientras su padre lo aprobaba con un movimiento de cabeza. Llamaron a la puerta y llegó la sirvienta con su desayuno. Eso le hizo volver al presente y recordar sus obligaciones, entre otras entrevistar al nuevo jardinero, al que ya había decidido contratar, al menos por unos meses. Los hierbajos se estaban adueñando de la parte baja del jardín y ella no podía contenerlos sola por más tiempo. Le daría la oportunidad de trabajar para ellos durante un período de prueba. Saltó de la cama cuando vio lo tarde que era. ¡Ese señor debía estar al llegar!
Se afeitó y vistió lo mejor que le permitía su condición de parado y voló escalaras abajo. Eran las nueve y media y tendría que atravesar la ciudad en autobús, ya que la dirección a la que se dirigía se encontraba en una zona residencial a las afueras de la ciudad. Se sentía cansado por la vigilia, tenía el estómago revuelto y estaba muy


Foto de Adolfo Díaz Matute

malhumorado. Cruzó la calle con tanta prisa que a punto estuvo de ser atropellado por una moto
_ ¡Atontao!_ Le espetó el conductor, a lo que Salvador respondió con el puño amenazante. Este incidente contribuyó a que su excitación aumentara de tal manera que le temblaba todo el cuerpo. Ya en la parada no dejaba de mirar el reloj cada pocos minutos. Su cabeza era un torbellino de sentimientos mezclados, se pellizcaba las manos, se mordió el labio hasta hacerlo sangrar, y se le cayó de las manos el paraguas varias veces. No podía llegar tarde, eso causaría una muy mala impresión. El reloj marcaba las diez menos veinte cuando el coche de línea se detuvo en la parada. Subió atropelladamente sin aguardar su turno, lo que le supuso comentarios desagradables por parte del resto de los que allí esperaban. Era como si al subir el primero fuese a llegar más temprano. Tomó asiento y el autobús comenzó cansinamente su recorrido. ¿Y si esa bruja pretendía que trabajase durante doce horas? No le permitiría abusar así de él por el hecho de que ese trabajo le fuera imprescindible. Quería trabajar en condiciones similares a las de cualquier ser humano. No consentiría que le pagase menos de lo que le correspondiese, sería muy propio de ella no hacerle contrato, pagarle un salario ínfimo y encima obligarle a permanecer agachado de sol a sol sobre sus odiosos rosales.
Ana se duchó rápidamente y se recogió el pelo en un moño desordenado, con mechones colgándole a los lados que le favorecían. Se vistió con un trajecito floreado en tonos rosas y malvas que dejaba ver sus rodillas, por que aunque el día amaneció gris no hacía frío y se sentía alegre. Las diez menos diez. Más valía que se aligerase.
Las diez menos diez. En ese momento se encontraría preparando café dispuesto a saborearlo a las diez en punto junto con la prensa. La hora del desayuno era sagrada y esa odiosa mujer no lo había tenido en cuenta. ¡Ah! Esa mujer odiosa pretendía, incluso, no dejarle desayunar. Gruñeron sus tripas ante este pensamiento, dándole la razón. Ya le diría cuatro verdades a esa explotadora. La haría callar y tragarse todas sus groserías, esa vieja bruja, esa negrera no sabía con quien se las tenía que ver. No conseguiría someterle, a él no. Y así llegó a la calle Velázquez. Bajó a de un salto, sudando, en parte por llevar la chaqueta puesta, en parte por que su estado de nerviosismo le acaloraba. Atravesó la verja del número diecisiete a las diez y dos minutos, para ya no le importaba llegar tarde. Su paso era rápido y seguro, su ceño fruncido y apretaba las manos contra la empuñadura del paraguas que mantenía cerrado a pesar de que empezaba a lloviznar. Recorrió el camino hacia la entrada principal sin percatarse de los macizos de flores, los setos recortados con gusto y los inmensos árboles que sombrearían el jardín deliciosamente en verano.
Dentro de la mansión ella bajaba las escaleras canturreando y dio los buenos días al mayordomo cuando se cruzó con él. Como cada mañana se dirigió al despacho de su padre para darle un beso, y al cerrar la puerta tras de sí sonó el timbre.
_ Abriré yo misma._ Dijo al mayordomo que ya se aproximaba.
Y subió los escalones que precedían al portón y en su precipitación tiró una maceta cuajada de hortensias. Apretó el timbre con furia. Esa Ana no volvería a denigrar a nadie, no volvería a tener trabajadores en condiciones infrahumanas, no volvería a violar los derechos de nadie, no, no, no, no
Se abrió la puerta y apareció una mujer joven con una amplia sonrisa pero él ni se percató de ello.
_ Buenos días_ saludó cordialmente
_ ¿Es usted la señorita Ana?_ Los ojos iban a salírsele de las órbitas. Tenía el pelo revuelto y mojado, y ofrecía un aspecto desastroso.
_ Sí. _ Respondió ella sin dejar de sonreír_ Y usted debe ser Salvador... ¿Se encuentra bien? Pero pase, por favor, está empapado.
El no le dio tiempo a apartarse para dejarle entrar. El desconocido se abalanzó sobre ella y agarrándola por el cuello empezó a apretar y a zarandearla como loco.
_ ¡Mujer corrompida! ¿Quién te crees que eres? ¡No mereces vivir! ¡No mereces vivir! ¡Haré un favor a la sociedad! ¡Te mataré, te mataré te mataré!_ Y sin dejar de sacudirla apretó y apretó con toda la furia acumulada y contenida desde el día anterior.
La pobre chica ni siquiera se resistió. Sus oscuros ojos miraban al desconocido, sin comprender, y para cuando el personal de servicio llegó alertado por el escandaloso alboroto, ya Ana yacía en el suelo sin vida. Salvador seguía apretando y gritando incongruencias e hicieron falta tres hombres para reducirlo.
El resto sucedió muy deprisa. La policía llego rápidamente y se llevó al agresor a comisaría, que como si no fuese con él, subió al coche dócilmente sin decir palabra. Parecía totalmente ajeno a lo que estaba sucediendo.
En el interior de la casa intentaban reanimar a la víctima sin ningún resultado y todo eran llantos y lamentos. Su padre, se abrazó a ella, destrozado, sollozando como un niño, hasta que al fin la metieron en la ambulancia.
Salvador pasó el resto del día en una celda totalmente confuso, sin entender qué había pasado y qué hacía allí. No conseguía acordarse de nada. Su último recuerdo era que salió de casa, sin desayunar, a entrevistarse para un trabajo.
Al día siguiente, la prensa local y la de todo el país se hacía eco del brutal asesinato cometido en casa del conocido empresario Miguel de la Torre. Su hija había sido estrangulada por un loco, y como Salvador no abrió la boca ni para defenderse ni para dar explicación alguna, por que no la tenía, los periodistas, que no entendieron nada, publicaron la noticia en grandes titulares: SALVADOR PAZ, ASESINO PASIONAL
.

No hay comentarios: