25 mayo 2009

Poema de Antonio Orihuela

CUANDO LOS DÍAS ARDÍAN



a David González, Jesús Márquez y Daniel Macías,

impecables viajeros

y a Manuel Vilas que me prestó su 850.



Mi primer coche lo compré en 1991,

un Citroën Mehari del 79,

uno de los últimos modelos que se fabricó en España,

cuando aún no había autopistas

y las carreteras eran sitios

donde se podían alcanzar velocidades de crucero de 70 Km./h.



Se lo compré a un mecánico de Sevilla,

mi padre vino conmigo a verlo,

cuatro barras y una lona vieja y raída a modo de capota

que mi madre cosía una y otra vez

porque solía rajarse

y entonces parecía el buque fantasma

desplegando sus velas en mitad de la noche,

por la carretera de Lucena,

cuando desear era tan fácil

y el verano se extendía más allá de la comisura de nuestros labios

por la hierba breve de la casa de los sueños azules de Paco

Naranjo,



bajo la luz de la piscina del pulpo verde

y los hermosos cuerpos que ya no volverán.



Mi padre había venido todo el camino diciéndome

que si no había más coches en el mundo,

que había que ver la porquería que iba a comprar.



-No había, no había más coches en el mundo

que mi Mehari verde,

un coche de juguete para un mundo de adultos

que se habían cansado de jugar.

Mi padre le pidió al mecánico que le abriera el capó

y cuando vio lo que había allí dentro estuvo a punto de echarse a

llorar,

latas viejas, piezas comidas por el óxido y la corrosión,

vestigios de la posibilidad de vida más allá de la muerte

envueltos en varios dedos de grasa negra y compacta

que manchaba con solo mirarla.



Le preguntó al mecánico que cuánto quería por aquel montón de

chatarra.

-Trescientas mil.-

Será cargado de chorizos –le dijo.



Y el tipo aquel se puso rojo

y cerró el capó con sus gomitas entre los dedos.



Me había costado tres meses ganar ese dinero,

tres meses perdiendo los ojos de ocho a tres

en una fría habitación del Servicio Provincial de Arqueología

de la Excelentísima Diputación Provincial de Huelva,

tres meses absurdos

perdidos en dibujar fragmentos absurdos

extraídos del vientre de los siglos

en el corte y estrato de vetetúasaberdónde

según la metodología bulldozer,

clasificados en bolsas según el método Ogino,

dibujados según el plan Badajoz

e interpretados delante de una baraja de cartas de la bruja Lola

y tres velas negras, una por cada Doktor inútil

que allí seguirá haciendo como que trabaja

y otra por el calvo pelota con despacho propio

encargado de tocarse los huevos, leer el periódico

y vigilarnos.



-Trescientas mil.



Mis primeros tres sueldos,

se lo dije al Mehari, bajito, como una confesión,

un intento de reconciliación con aquellos cuatrocientos kilos de

plástico ABC

y fibra de vidrio,

un intento de ganarme su confianza

para que aceptara venirse a casa, conmigo.



-Los platinos, estaría bien cambiárselos, me dijo el mecánico

antes de esfumarse.

Se los cambiaba cada año

pero siempre le costó arrancar.



Después hubo que cambiarle la batería,

los cables de arranque y las bujías,

la caja de cambios, que me enteré catorce años después

siempre había estado suelta,

la dirección, las trócolas, el bombín de la gasolina,

el depósito de combustible, el panel del velocímetro,

el interruptor de la intermitencia y hasta el cenicero

le cambié en una prospección arqueológica por Valverde

en la que me encontré un Dyane abandonado

que tenía intactos los muelles de los asientos

y un cenicero donde no había fumado nadie nunca.



Las ITV las pasaba porque le pintaba de betún las ruedas,

le rellenaba de plastilina los agujeros,

le echaba pegamento en los faros para que no se movieran,

ponía cara de cordero degollado

y me encomendaba a la Virgen de los Desamparados.



En verano, si arrancaba,

era una fiesta continuar hasta la playa,

quitarle los asientos y llevarlos hasta la orilla,

sentarse allí en un Mehari invisible

y mirar las olas

y el mundo que no parecía tan malo a la vuelta.



Pero en invierno

había que subir en él como si hubieras quedado con Admunsen en

el Polo

y la lluvia entraba por todas partes

y se balanceaba en las curvas desbordando el salpicadero,

mojándolo todo,

achicando agua con las esterillas de plástico,

moviendo con la mano izquierda las escobillas perezosas del

parabrisas,

empujando con la derecha las bolsas de agua de la capota,

taponando con cartones

las brechas del techo por donde el agua corría como un surtidor,

viajes hoy predecibles que fueron ayer

duchas frías a todo lo largo y ancho del suroeste de la península

ibérica.



Subiendo un día a Zalamea se le rompió el bombín de la gasolina

y lo arreglé con un chicle.

Bajando otro día de Jerez fue el cable del acelerador

y se lo cambié por un cordón de mis zapatillas.



Nos montábamos cinco inútiles, cinco mochilas, dos jalones,

mil bolsas con material arqueológico, dos cámaras,

veinticinco mapas escala 1:25.000,

podía con todo el coche de plástico con su volante de plástico

y sus asientos de escai negro y su alma blanca.



Catorce años a mi lado, catorce mil averías entre mis manos,

catorce llantos por cada una de sus esquinas,

catorce años descargando maricones,

catorce años las orejas del bóxer Dor ondeando al viento en el

asiento de atrás.



Catorce corazones, catorce cruces clavadas en el monte del olvido

y un poema que le escribimos David González y yo en Ayamonte,

un poema que hablaba de pasajeros que llegaban a la estación de

la vida

tal vez porque por aquellos años estábamos sentados en mitad de

las vías

,esperando un tren que nunca se dignó a pasar y arrollarnos.



Mi perro Dor se fue en él no hace muchos días,

en una mañana fría de invierno,

fuimos a comprar su pienso

y en la tienda nos dijeron que era el último saco,

que ese pienso ya no se volvería a fabricar,

el pienso que mi perro había comido toda su vida.



Me dijeron lo mismo del corazón de los dos,

ya no se fabrican corazones de lata ni corazones de perros como

estos,

todos los corazones a partir de cierta edad se vuelven de plástico,

como los abrazos de los hombres que un día fueron tus amigos.



Yo había soplado esa tarde una tarta con cuarenta velas,

pero no sabía que había soplado tan fuerte ni tan lejos

como para que los dos me dijeran adiós al mismo tiempo

y para siempre.



(De La ciudad de las croquetas congeladas. Editorial Baile del Sol. Tenerife. 2006)

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