Se acercó a la ventana y contempló el atardecer. Nubes solapadas se recortaban sobre el semicírculo anaranjado del horizonte mientras los rayos solares perforaban las penumbras. La idea, inquieta y repentina penetró en su mente como travesura intrascendente. El boceto afinado de la imagen semejaba una obsesión que iba entretejiéndose en su mente y adquiría contornos cada vez más concretos. Es como una cuchillada hasta el mango, se le ocurrió luego. Era parte de él y ya no lo abandonaría. Lo inundó una pena enorme. Igual a la que siente alguien cuando se despide para siempre de un buen amigo, o de un antiguo amor reencontrado por azar y vuelto a perder. Fue a contemplarse al espejo. Vio una realidad descarnada, la prolija obra del tiempo que, como la gota a la piedra, horada, afloja, desmorona. ¿Cómo fue que ocurrió? Difícil confesar que corroe sin dar aviso, arguyó en un arranque de lástima, se posesiona de tu vida y no te deja alternativas. Se acordó de la tardecita en que vio al colectivo en la parada y se apuró: La mente trotaba, se despellejaba corriendo y las piernas, como dos estacas, seguían allí haciéndole frente, burlándose de su decisión. Definiría luego: decisión utópica, sólo fantasía. Lo ocurrido fue simple: cesó el esfuerzo, anuló la intención vencido por los jadeos y, cuando arribó a la meta, vio al colectivo perdiéndose entre la marea de vehículos. Se encogió de hombros, como restándole importancia. Voluntad y posibilidad se contradicen, filosofó más tarde con amargura. Al día siguiente recordó otra anécdota. Fue cuando entró al vagón repleto del subterráneo y trastabilló. El olor ácido y la transpiración se reclinaban sobre el ánimo percudido de la gente. Una mocita de ojos oblícuos, ropa modesta y zapatillas decrépitas se levantó y le ofreció el asiento: Siéntese, señor. Él sonrió y continuó de pie. Ella insistió; lo tomó del brazo obligándolo casi. La gente apretujada no prestó atención. La escena le pareció patética: inmisericorde y brutal, dedujo. La recobraba en esos sueños que acababan en pesadillas promiscuas, como la atmósfera de aquel vagón repleto del subterráneo.Así, de a fragmentos, se hizo cargo de que el tiempo y el lugar se apareaban a su destino. Lo escoltaban, aunque el tiempo proseguía implacable y él envejecía a la par del lugar, del mundo que conocía: las viviendas, los árboles, los niños que dejaban de serlo, los adolescentes que devenían en gente madura; los adultos que envejecían y morían. Percibía que en esa maratón de largo aliento el triunfador sería el rival intrigante.Se iba quedando casi sin notarlo. Se iba quedando sin tener rumbo. Pero sabía que se iba quedando. Estaba exhausto, sin aliento. Sus formas se estrujaban y comenzó a llevar una existencia más sedentaria. Entendió el significado y eso lo ponía mal, expuesto a ideas salpicadas de congoja; semejantes a un luto impreciso, prematuro y lacónico. Lo peor era que simulaba indiferencia, sonriendo con una mueca obtusa. Los crepúsculos lo tornaban lánguido. Contemplaba el sol en su estertor. A veces sentía frío en el alma. Siéntese señor le había dicho la mocita de ojos oblícuos, ropa modesta y zapatillas decrépitas. Se le dio por tararear tangos de profunda nostalgia. Una aflicción le oprimía la garganta, como un collar dentado que escarbaba en su carne. Retornaba obcecado a la escena del vagón del subterráneo, recobrada como humillación. Melancólico, tornó a caminar por calles de la urbe repasando cada detalle. Lo vivía como un estribillo solemne para el tango postrero, el responso del adiós definitivo. Refugiado en largos silencios, iba modificando su vocabulario. El lenguaje pulcro y brillante, como signo de su personalidad, iba resintiéndose, como si cruzase lagunas burlonas y huecas. Con pesar, descubrió hechos que no deseaba, que vislumbraba como trozos fastidiosos de la realidad. Componía frasecitas luctuosas que luego le percutían en la mente con deleite. Aun las más banales... Siéntese señor le había propuesto la mocita del vagón: proposición cándida y cruel, sentenció. Consternado, recordó las pérdidas de afectos, las incomprensiones generadas por su intolerancia y soberbia; una especie de confesión de antiguos pecados, y la penitencia sin absolución. Creía percibir a su paso miradas y cuchicheos. Aunque nadie preguntaba o le insinuaba, angustias se le hospedaban en la mente; como cuchillada hasta el mango. Linda metáfora, opinaba, pero muy hiriente. Reaccionaba con enfado, hasta enfurecido: ¡no es la vejez! ¡no es la vejez!. Se duchaba contemplando de reojo la imagen que columbraba en el espejo. Era como espiar por una ventana en penumbra y ver a un desconocido envilecido en su flacidez, desintegrándose, magullado y carcomido por la sigilosa demolición del tiempo. Luego, sus resuellos y el agotamiento... A veces retornaba al pasado. Le parecía ver una reiterativa pancarta pintada sobre los muros de su memoria: juventud, divino tesoro. Lugar común, repetía con rechazo, pero añoraba aquellos tiempos en que fantaseaba hazañas, conquistas, aventuras, proyectos. Aquella maldita palabra, en cambio, esas imágenes que le generaban lástima de sí mismo, eran parte de un vocabulario despreciable. Extraño y hosco. Siéntese señor palpitaba en su mente como una propuesta impúdica, aberrante. Sentado ante esa pantalla que lo seducía, transcurrían sus noches de vigilia. La mente vacía, los dedos pálidos y tiesos, como sin vida. Le resultaba imposible bocetar ideas nuevas. Y el frío ese que lo atrapaba, especie de impreciso visitante de la noche. Bebía entonces los tragos de la madrugada: la acidez después del alcohol, recordó. El ardor ascendía y lo abrasaba como un fuego insidioso, como un disparo que daba en el blanco de su garganta. Percibía en ello una gesta destructiva .Dejaba hacer, sin vigor para oponerse.Tengo que ceñirme al presente con recordatorios que luego olvido y notas que después no encuentro, masculló al despertarse esa mañana inundado por sueños ingratos, imágenes indeseables, clavijas que iban herrumbrando su vida y sentimientos. Confundía cosas, promesas, detalles. La memoria lo traicionaba, sus pensamientos inconclusos, una lentitud borrosa que le impedía tomar decisiones. Arrepentido, se recordó burlándose a los viejos que no recuerdan ni reconocen apabullados por los años y la vejez. Es la revancha por el pecado, pensó. Siéntese señor le había dicho la mocita aquélla de ojos oblícuos, ropa modesta y zapatillas decrépitas. Y cuando le ofreció el asiento, reptó entre la cobardía del instante y la convicción de intuir... Intuir el mensaje, una especie de esperanto simple y brutal.
Una noche enfrentó la pregunta que lo acechaba: ¿voy hacia ella o viene hacia mí? Hizo una mueca, remedando una sonrisa, y la respuesta le pareció un fruto maduro que caía por efecto de la ley de gravedad. Levantó la cabeza. Observó los reflejos de una luna pálida tiznada por negras nubes esparciéndose sobre las casitas pobres... como las que conoció en su niñez y que recobraban así su respetabilidad edilicia. Se sintió desválido, abrumado por presagios y miedos. Luego, Elvira. Ese nombre, escrito en el dorso de una foto ajada en la que una muchacha le sonreía, le recordaba algo. Gesto inútil: Elvira, Elvira, ¿qué Elvira? Elvira, Elvira; ¿por qué ese nombre? Se revolvía desesperado, entrecerraba los párpados cuestionando la humillante amnesia. Creyó saber pero temía el desdoro del equívoco, el oprobio indecoroso del error. Desmejoraba. Andá a ver a tu médico, le sugirieron. El entorno le resultaba insoportable. Era como un fastidio reincidente, una persecución de delirio. Siéntese señor le había dicho la mocita. Era la apostasía de los años mutilándolo sin piedad. Estaba convencido: debía oponerse, no desbarrancarse, impedir el desplome. Todo en usted funciona de acuerdo a la edad, dijo la voz acuosa desde el otro lado del escritorio, un hombre de guardapolvo blanco, ojos claros y una sonrisa desalmada. Parecía hablarle desde un pozo profundo. Él contemplaba la camilla y creyó vislumbrar un bulto semejante al cuerpo de un hombre viejo y cansado. No, amigo, usted ahora no tiene ninguna enfermedad, le repitió con un guiño canalla el hombre de guardapolvo blanco… Él ya no lo escuchaba. El cuerpo del hombre viejo y cansado echado sobre la camilla se volvió clavándole una mirada afligida. Sorprendido, comprobó que ese cuerpo y aquellos ojos eran los suyos ■
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