
Hola Serafín, esta carta
quiere ser un agradecimiento a tantos buenos momentos que me ha hecho Vd. pasar
este último, y tan difícil, período seguido en mi pueblo tras casi treinta años
pasados fuera de Isla, apenas viniendo unos días para ver a mis padres, dado
que en Barcelona el trabajo, el mucho trabajo que tenía, me impedían venir con
la frecuencia que quisiera, mientras por fin ahora pude disfrutar de su
compañía y ampliar nuestro vínculo, conocerle mejor y con más tiempo.
Ya en todas esas cortas ocasiones, fuese invierno o verano, mis ratitos
de conversación con Vd., camino de casa en
Le contaba, y él se
sorprendía y hasta dudaba, cómo esa luz me iluminó también a mí en mi rumbo por
la vida, como publicista sobre todo y en mis pinitos con la escritura, hasta el
punto de parir un día de 1981, en una tarde soleada en el Parra ante un café y
varios amigos (dos de ellos ilustres y recordados, pero por desgracia ya muertos),
el que sería el mejor slogan y regalo que le podía aportar a mi pueblo: 
Le respondía a su pregunta de por qué nunca me sentí
ofendido, sino todo lo contrario, por haber visto utilizada mi idea, “porque
toda idea parte de una idea anterior”, y el orgullo que me producía ver que con
el paso de los tiempos se había mantenido y se había convertido en la mejor
definición de un pueblo, porque encerraba "la mar de cosas".
Le explicaba cómo la lejanía y ese tiempo no solo no me
convirtieron en un desarraigado, como algún muy querido amigo me reprochaba
cada vez que me visitaba en la
Ciudad Condal , sino que hicieron de mí un árbocon raíces aún
más profundas en mi pueblo; un tronco más fuerte por haber crecido a partir de
esas ricas raíces, pero alimentado por el paso del tiempo, de otros lugares en
que viví y de otras culturas que respiré; y multitud de ramas que se
desplegaban perennemente buscando esa luz, mi luz, la luz del sur, adonde mis
hojas, mis pensamientos, siempre me llevaban, con el viento, a mi hogar en la
calle Mercado, a un tiempo en que fui feliz, cuidado y querido por mis padres y
acompañado de mis hermanos.

Dediqué, sobre todo en mis paseos nocturnos con la
bicicleta, a sentarme con él horas y horas y narrarle tantas anécdotas de
aquellos tiempos como pudo mi memoria recordar, de nuestros juegos, de nuestras
peleas, de nuestros maestros, de las “robonas” del colegio, de los carnavales
aún prohibidos, de la caseta del Carmen y el tren de los escobazos, de esos
personajes del pueblo que toda la vida te acompañan en el recuerdo (Paquito “el
rabioso”; el “Maoíllo”, el de los camarones frescos, Blas “el latero”, Paquito
“el tonto”, Rafalito “el guí”, “el pajarito”, “el patitas”, “el choquito”, “los
valencianos”).
Hablábamos de nuestros vivos pero sobre todo de nuestros
muertos, porque él tenía curiosidad por saber si en algún momento habíamos
tenido o teníamos aún parentesco en común : “¿de
quién eres hijo? ”, me preguntaba, con ese deje tan sonoro de Isla Cristina.
Le conté que mi abuela paterna, la hermosa Carmelita Martín, descendía de los
“trementina” y tenía la tienda de zapatos frente al mercado, donde era
apreciada por todo el pueblo que pasaba camino del mercado a dejar cada día 50
cms. o 1 peseta por la compra del calzado, y donde mi tía Mari remendaba las
medias de la época, mientras que a mi abuelo Manuel Rodríguez le llamaban “el
pañero” (no le confunda con “el pañerito”),
al que un día de cacería en San Silvestre le picó un mosquito que acabó por
matarle de una septicemia porque la penicilina ya estaba inventada pero no
difundiday le llegó cuando ya estaba muerto.
Por parte materna, mi adorable abuela Catalina López era de
Trigueros y fue a casarse con mi abuelo, también de Isla, Manuel López, aunque
conocido por Manolito Flores, con el que se fue a vivir a Rota por ser contable
del Consorcio Almadrabero, hasta que un día de verano de 1936 le mató un
“moscardón” en una cuneta, un dictador sin escrúpulos y rodeado de carroñeros, simplemente
por ser un buen hombre sospechoso de hacer el bien a los que otros solo querían
hacer el mal para sacarles provecho. Así, con mi madre aún en su vientre y
otros 3 hijos más, mi dulce, mi adorable abuela Cata recogió sus cosas,
escondió sus lágrimas y buscó refugio en la gasolinera familiar de “el Empalme”
hasta que volvió a Cádiz a pasar la posguerra criando a sus hijos con los
escasos ingresos que una pensión clandestina en su casa le proporcionaba.

Él empezaba a situar mis
antepasados con sus coetáneos mientras insistía en saber más de mí y de mi
pasado y presente, de mis padres y hermanos, de mis estudios y oficios, de mis
creencias religiosas o políticas. Yo le contaba cómo habíamos sido cuatro
hijos, varones todos, felices siempre, nacidos en la humildad de una casa con
cucarachas, como todas en el pueblo, donde mi madre no paraba de limpiar,
alimentarnos y educarnos como podía mientras mi padre no dejaba de viajar y
apenas estaba en casa para vernos crecer porque se pasaba la vida trabajando,
intentando siempre mejorar nuestras vidas. Le decía que a mi madre le llamaban
Nena y que mi padre, para todos, era Emilín, el contable de la oficina de los
barcos de Vélez al que los marineros siempre respetaron y sus mujeres
apreciaban tanto porque les hacía de cartero a sus maridos en la mar y de él
recibían el sueldo con el que alimentar a sus plebes.
Me vinieron tantos hermosos recuerdos de aquellos años en
los que, aún bajo la dictadura, en casa se respiraba aquel aire familiar
alrededor de una mesa camilla viendo todos juntos (estaba por llegar Dami, el
último) la única tv posible, que no pude reprimir mis lágrimas. Normalmente soy
de fácil llanto, sea por alegría o por tristeza, pero el respeto por esta
persona, casi desconocida para mí, comenzaba a dejar paso a una confianza que
me facilitaba la nostalgia y con ella las lágrimas. Seguí hablándole de mis
años duros de colegio interno en Sanlúcar y de los inicios en la Universidad de Cádiz y
el posterior abandono de los estudios para, una vez superada la mili, llegar al
Madrid de la movida; al amor truncado por la muerte en el momento más dulce que
me llevó a una Barcelona donde de nuevo conocí el amor, como si de una
prolongación del anterior se tratara, para recuperar una felicidad que creí
perdida para siempre y que en cambio viví y disfruté casi la mitad de mi vida,
hasta que una errónea decisión la precipitó junto a la de mi pareja a un cambio
tan radical como poco reflexionado. Y esto me llevó, desde lo alto de una
enorme satisfacción personal a la mayor catástrofe económica, física,
matrimonial y anímica de mi vida justo en un momento en el que perdí mi punto
de referencia, la seguridad que me daba mi padre, sus reprimendas o sus
palabras de ánimo, mi mejor y más fiel amigo, el que me ayudaba a superar
cualquier mal trago con su “Manolo, hijo, nunca pasa nada”, el que me
fortalecía ante el miedo o rellenaba mi corazón de esperanza. De golpe nada
tenía sentido. Todo se derrumbaba a mis pies y no entendía el por qué. Mi vida
era, nunca mejor dicho, una ruina.

De repente, cuando de
nuevo volvían a mis ojos las lágrimas, esta vez de rencor con la vida y no de
alegre nostalgia, nuestro amigo del banco de las palmeras desentrelazó sus
piernas, se quitó el sombrero de la cabeza y me echó su brazo por encima, en un
gesto que descomponía su imagen aparentemente hierática, pasiva, fría y le hacía
humano, incluso paternal, y suavemente me dijo: “Manolito, Manolito, conozco a tu padre desde hace solo tres años. Pero
suficientes. A veces también él pasa por aquí y se sienta a charlar un rato a
mi lado. Conozco su bonhomía y todo lo que ello conlleva: afabilidad,
sencillez, bondad y honradez, en el carácter y en el comportamiento. Sé de
buena mano cuanto os ha querido, como sé cuánto quiso a vuestra madre, su
mujer, a pesar de ese final tan inesperado. Se le llenaba la boca de orgullo
recordando cuánto contigo se había, en un tiempo, equivocado y viendo hasta
dónde habías con el tiempo llegado, reconociendo que él no habría ido nunca tan
lejos ni arriesgado en la vida tanto, también porque no podía teniendo otros
tres hijos y solo dos manos. Y alguna de esas veces que hemos hablado, no
recuerdo cuándo, me confesó su autoreproche por haberos alejado tanto y tan
pequeños a ti y a tu hermano, por no haber estado a vuestro lado en los duros
momentos de la adolescencia. Pero también me confesó, no sé si más orgulloso que
emocionado, cómo había sido tu mejor regalo para con él haberle estado tan
cerca, a su lado, en los más duros momentos que había pasado, haber sido su
confesor y amigo, más que hijo, en el final de su vida, sabiéndote mantener
justa e igualmente imparcial con lo que estaba pasando. Recordaba cómo esa
vida, tan separada tantos años por un destino de duro trabajo, os había traído
a los dos a una misma y desconocida tierra y juntado para disfrutar, por fin,
de una relación muy rica y de mucho calado, de un calado mayor y mucho más
profundo que el de cualquier barco por él administrado y con una carga tan
grande de pescado, de ese pescado que tanto le gustaba, paradójicamente en
tierra firme, demostrándose con ello que todo, absolutamente todo en esa vida
vuestra tenía un significado, inclusive la larga lejanía por años”.
Yo le justificaba esa lejanía, que no era tal, en el hecho
de que mi pueblo, lo que más quería después de mi familia, no me hubiera dado
nunca una oportunidad, que cada vez que lo había intentado me devolvía a una
realidad, la de no encontrar mi sitio aquí, ni trabajo. Y le decía cuánto
envidiaba que él sí lo hubiera encontrado. Desde siempre, para siempre, y nada
menos que bajo las Palmeras que tantas veces me vieron pasar, nos vieron a todos
pasar, yendo al cine de verano, por navidades o semana santa, camino del
colegio de la Ermita
o a la Confirmación
en la iglesia del Gran Poder, “allá arriba”; esas palmeras que vieron nuestros
días vivir y nuestros recuerdos recordar, que crecieron mientras crecimos y que
nos hacían al cielo mirar.
En este último año nuestra amistad fue creciendo. No sé si
alguna vez hablará de mí y de cómo ésta crisis que estamos viviendo me trajo de
nuevo a mi hogar, esperando de nuevo una oportunidad, queriéndome de nuevo aquí
quedar. Pero otra vez he tenido que marchar, con esa luz que va conmigo a todos
lados, a otro lugar también con una humilde y generosa gente, a otro país
también hermoso y privilegiado, quizás el más hermoso que mis ojos vieron y
sueños soñaron , bañado también por un mar de luz y por un océano de paz :
Costa Rica, pura vida. Costa pura, Rica vida, diría yo. Un paraíso en la Tierra que quiere darme esa
nueva oportunidad.
No me voy dolido con mi
pueblo. Mi pueblo conmigo siempre va, ya le dije a mi amigo, nuestro amigo, de
las Palmeras. Viene conmigo su luz, la luz de su mar. Y vienen conmigo tantos
recuerdos, tantas conversaciones en el silencio de la noche con mi amigo,
nuestro amigo de las Palmeras. 
Sé que Vd. me va a extrañar, que algo me echará de menos.
Seguro que yo le echaré de menos, más.
Pero le dejé algunos libros en su estantería de aLUZejos
(que algunos se empeñaron en robar) y muchas anécdotas y recuerdos de su
Cataluña original.
Solo sé que no le dejo
solo, que tu compañía le darás. Dile que te cuente algunas cosas que le he
contado. Y dile que no me olvide, que cuando vuelva de las américas muchas más
cosas le tendré para contar. En mi vejez. Bajo las Palmeras. Dónde él sí
siempre estará. Como lo están todos los sitios por donde mi árbol fue
creciendo, echando ramas y hojas al viento. Hojas que siempre hacia el sur van.
Como mi padre, que siempre estará en mi corazón y en mi
recuerdo. Y, como si lo viera, ahí, sentado junto a Serafín, el señor de las Palmeras,
dándose una vueltecita a veces por la Casita
Azul o por su lonja de pescado.


Manuel
Rodríguez López En
memoria de mi padre, Emilio Rodríguez Martín, Emilín,
cuando se cumplen tres años tristes de dolor por su ausencia.
San José de Costa Rica, 28 de mayo de 2012


1 comentario:
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