03 junio 2012

Carta a Serafín, mi amigo de las Palmeras




CARTA A SERAFIN, MI AMIGO DE LAS PALMERAS

Hola Serafín, esta carta quiere ser un agradecimiento a tantos buenos momentos que me ha hecho Vd. pasar este último, y tan difícil, período seguido en mi pueblo tras casi treinta años pasados fuera de Isla, apenas viniendo unos días para ver a mis padres, dado que en Barcelona el trabajo, el mucho trabajo que tenía, me impedían venir con la frecuencia que quisiera, mientras por fin ahora pude disfrutar de su compañía y ampliar nuestro vínculo, conocerle mejor y con más tiempo.









Ya en todas esas cortas ocasiones, fuese invierno o verano, mis ratitos de conversación con Vd., camino de casa en la Ronda, frente al colegio del Molino, me llenaban de satisfacción y algo también de nostalgia. Yo le traía noticias de su Cataluña sanguínea, le hablaba de mi vida fuera de mi pueblo, de mi labor callada vendiendo no solo ropa en mis tiendas y en esa hermosa ciudad sino también las bondades de mi Isla a quien quería escuchar mi relato sobre sus orígenes catalanes, su nacimiento y crecimiento, su belleza, sus costumbres, sus bondades y defectos. Le contaba con qué cara de sorpresa se quedaban todos al oírme narrar cómo de entre las aguas que se retiraron tras uno de los más grandes tsunamis de que se tienen referencias, surgió un pueblo trabajador y humilde a la vez, privilegiado y orgulloso, y sobre todo iluminado con una luz que el mar arrastró hasta sus orillas en aquel trágico y destructivo pero a la vez milagroso y creativo maremoto.

Le contaba, y él se sorprendía y hasta dudaba, cómo esa luz me iluminó también a mí en mi rumbo por la vida, como publicista sobre todo y en mis pinitos con la escritura, hasta el punto de parir un día de 1981, en una tarde soleada en el Parra ante un café y varios amigos (dos de ellos ilustres y recordados, pero por desgracia ya muertos), el que sería el mejor slogan y regalo que le podía aportar a mi pueblo:
                                                                             
                                                                               ISLA CRISTINA, UN MAR DE LUZ.

Le respondía a su pregunta de por qué nunca me sentí ofendido, sino todo lo contrario, por haber visto utilizada mi idea, “porque toda idea parte de una idea anterior”, y el orgullo que me producía ver que con el paso de los tiempos se había mantenido y se había convertido en la mejor definición de un pueblo, porque encerraba "la mar de cosas".









Le explicaba cómo la lejanía y ese tiempo no solo no me convirtieron en un desarraigado, como algún muy querido amigo me reprochaba cada vez que me visitaba en la Ciudad Condal, sino que hicieron de mí un árbocon raíces aún más profundas en mi pueblo; un tronco más fuerte por haber crecido a partir de esas ricas raíces, pero alimentado por el paso del tiempo, de otros lugares en que viví y de otras culturas que respiré; y multitud de ramas que se desplegaban perennemente buscando esa luz, mi luz, la luz del sur, adonde mis hojas, mis pensamientos, siempre me llevaban, con el viento, a mi hogar en la calle Mercado, a un tiempo en que fui feliz, cuidado y querido por mis padres y acompañado de mis hermanos.

Dediqué, sobre todo en mis paseos nocturnos con la bicicleta, a sentarme con él horas y horas y narrarle tantas anécdotas de aquellos tiempos como pudo mi memoria recordar, de nuestros juegos, de nuestras peleas, de nuestros maestros, de las “robonas” del colegio, de los carnavales aún prohibidos, de la caseta del Carmen y el tren de los escobazos, de esos personajes del pueblo que toda la vida te acompañan en el recuerdo (Paquito “el rabioso”; el “Maoíllo”, el de los camarones frescos, Blas “el latero”, Paquito “el tonto”, Rafalito “el guí”, “el pajarito”, “el patitas”, “el choquito”, “los valencianos”).








Hablábamos de nuestros vivos pero sobre todo de nuestros muertos, porque él tenía curiosidad por saber si en algún momento habíamos tenido o teníamos aún parentesco en común : “¿de quién eres hijo? ”, me preguntaba, con ese deje tan sonoro de Isla Cristina. Le conté que mi abuela paterna, la hermosa Carmelita Martín, descendía de los “trementina” y tenía la tienda de zapatos frente al mercado, donde era apreciada por todo el pueblo que pasaba camino del mercado a dejar cada día 50 cms. o 1 peseta por la compra del calzado, y donde mi tía Mari remendaba las medias de la época, mientras que a mi abuelo Manuel Rodríguez le llamaban “el pañero” (no le confunda con “el pañerito”), al que un día de cacería en San Silvestre le picó un mosquito que acabó por matarle de una septicemia porque la penicilina ya estaba inventada pero no difundiday le llegó cuando ya estaba muerto.

Por parte materna, mi adorable abuela Catalina López era de Trigueros y fue a casarse con mi abuelo, también de Isla, Manuel López, aunque conocido por Manolito Flores, con el que se fue a vivir a Rota por ser contable del Consorcio Almadrabero, hasta que un día de verano de 1936 le mató un “moscardón” en una cuneta, un dictador sin escrúpulos y rodeado de carroñeros, simplemente por ser un buen hombre sospechoso de hacer el bien a los que otros solo querían hacer el mal para sacarles provecho. Así, con mi madre aún en su vientre y otros 3 hijos más, mi dulce, mi adorable abuela Cata recogió sus cosas, escondió sus lágrimas y buscó refugio en la gasolinera familiar de “el Empalme” hasta que volvió a Cádiz a pasar la posguerra criando a sus hijos con los escasos ingresos que una pensión clandestina en su casa le proporcionaba.

Él empezaba a situar mis antepasados con sus coetáneos mientras insistía en saber más de mí y de mi pasado y presente, de mis padres y hermanos, de mis estudios y oficios, de mis creencias religiosas o políticas. Yo le contaba cómo habíamos sido cuatro hijos, varones todos, felices siempre, nacidos en la humildad de una casa con cucarachas, como todas en el pueblo, donde mi madre no paraba de limpiar, alimentarnos y educarnos como podía mientras mi padre no dejaba de viajar y apenas estaba en casa para vernos crecer porque se pasaba la vida trabajando, intentando siempre mejorar nuestras vidas. Le decía que a mi madre le llamaban Nena y que mi padre, para todos, era Emilín, el contable de la oficina de los barcos de Vélez al que los marineros siempre respetaron y sus mujeres apreciaban tanto porque les hacía de cartero a sus maridos en la mar y de él recibían el sueldo con el que alimentar a sus plebes.








Me vinieron tantos hermosos recuerdos de aquellos años en los que, aún bajo la dictadura, en casa se respiraba aquel aire familiar alrededor de una mesa camilla viendo todos juntos (estaba por llegar Dami, el último) la única tv posible, que no pude reprimir mis lágrimas. Normalmente soy de fácil llanto, sea por alegría o por tristeza, pero el respeto por esta persona, casi desconocida para mí, comenzaba a dejar paso a una confianza que me facilitaba la nostalgia y con ella las lágrimas. Seguí hablándole de mis años duros de colegio interno en Sanlúcar y de los inicios en la Universidad de Cádiz y el posterior abandono de los estudios para, una vez superada la mili, llegar al Madrid de la movida; al amor truncado por la muerte en el momento más dulce que me llevó a una Barcelona donde de nuevo conocí el amor, como si de una prolongación del anterior se tratara, para recuperar una felicidad que creí perdida para siempre y que en cambio viví y disfruté casi la mitad de mi vida, hasta que una errónea decisión la precipitó junto a la de mi pareja a un cambio tan radical como poco reflexionado. Y esto me llevó, desde lo alto de una enorme satisfacción personal a la mayor catástrofe económica, física, matrimonial y anímica de mi vida justo en un momento en el que perdí mi punto de referencia, la seguridad que me daba mi padre, sus reprimendas o sus palabras de ánimo, mi mejor y más fiel amigo, el que me ayudaba a superar cualquier mal trago con su “Manolo, hijo, nunca pasa nada”, el que me fortalecía ante el miedo o rellenaba mi corazón de esperanza. De golpe nada tenía sentido. Todo se derrumbaba a mis pies y no entendía el por qué. Mi vida era, nunca mejor dicho, una ruina.










De repente, cuando de nuevo volvían a mis ojos las lágrimas, esta vez de rencor con la vida y no de alegre nostalgia, nuestro amigo del banco de las palmeras desentrelazó sus piernas, se quitó el sombrero de la cabeza y me echó su brazo por encima, en un gesto que descomponía su imagen aparentemente hierática, pasiva, fría y le hacía humano, incluso paternal, y suavemente me dijo: “Manolito, Manolito, conozco a tu padre desde hace solo tres años. Pero suficientes. A veces también él pasa por aquí y se sienta a charlar un rato a mi lado. Conozco su bonhomía y todo lo que ello conlleva: afabilidad, sencillez, bondad y honradez, en el carácter y en el comportamiento. Sé de buena mano cuanto os ha querido, como sé cuánto quiso a vuestra madre, su mujer, a pesar de ese final tan inesperado. Se le llenaba la boca de orgullo recordando cuánto contigo se había, en un tiempo, equivocado y viendo hasta dónde habías con el tiempo llegado, reconociendo que él no habría ido nunca tan lejos ni arriesgado en la vida tanto, también porque no podía teniendo otros tres hijos y solo dos manos. Y alguna de esas veces que hemos hablado, no recuerdo cuándo, me confesó su autoreproche por haberos alejado tanto y tan pequeños a ti y a tu hermano, por no haber estado a vuestro lado en los duros momentos de la adolescencia. Pero también me confesó, no sé si más orgulloso que emocionado, cómo había sido tu mejor regalo para con él haberle estado tan cerca, a su lado, en los más duros momentos que había pasado, haber sido su confesor y amigo, más que hijo, en el final de su vida, sabiéndote mantener justa e igualmente imparcial con lo que estaba pasando. Recordaba cómo esa vida, tan separada tantos años por un destino de duro trabajo, os había traído a los dos a una misma y desconocida tierra y juntado para disfrutar, por fin, de una relación muy rica y de mucho calado, de un calado mayor y mucho más profundo que el de cualquier barco por él administrado y con una carga tan grande de pescado, de ese pescado que tanto le gustaba, paradójicamente en tierra firme, demostrándose con ello que todo, absolutamente todo en esa vida vuestra tenía un significado, inclusive la larga lejanía por años”.

Yo le justificaba esa lejanía, que no era tal, en el hecho de que mi pueblo, lo que más quería después de mi familia, no me hubiera dado nunca una oportunidad, que cada vez que lo había intentado me devolvía a una realidad, la de no encontrar mi sitio aquí, ni trabajo. Y le decía cuánto envidiaba que él sí lo hubiera encontrado. Desde siempre, para siempre, y nada menos que bajo las Palmeras que tantas veces me vieron pasar, nos vieron a todos pasar, yendo al cine de verano, por navidades o semana santa, camino del colegio de la Ermita o a la Confirmación en la iglesia del Gran Poder, “allá arriba”; esas palmeras que vieron nuestros días vivir y nuestros recuerdos recordar, que crecieron mientras crecimos y que nos hacían al cielo mirar.







En este último año nuestra amistad fue creciendo. No sé si alguna vez hablará de mí y de cómo ésta crisis que estamos viviendo me trajo de nuevo a mi hogar, esperando de nuevo una oportunidad, queriéndome de nuevo aquí quedar. Pero otra vez he tenido que marchar, con esa luz que va conmigo a todos lados, a otro lugar también con una humilde y generosa gente, a otro país también hermoso y privilegiado, quizás el más hermoso que mis ojos vieron y sueños soñaron , bañado también por un mar de luz y por un océano de paz : Costa Rica, pura vida. Costa pura, Rica vida, diría yo. Un paraíso en la Tierra que quiere darme esa nueva oportunidad.

No me voy dolido con mi pueblo. Mi pueblo conmigo siempre va, ya le dije a mi amigo, nuestro amigo, de las Palmeras. Viene conmigo su luz, la luz de su mar. Y vienen conmigo tantos recuerdos, tantas conversaciones en el silencio de la noche con mi amigo, nuestro amigo de las Palmeras.



Sé que Vd. me va a extrañar, que algo me echará de menos. Seguro que yo le echaré de menos, más.

Pero le dejé algunos libros en su estantería de aLUZejos (que algunos se empeñaron en robar) y muchas anécdotas y recuerdos de su Cataluña original.













Solo sé que no le dejo solo, que tu compañía le darás. Dile que te cuente algunas cosas que le he contado. Y dile que no me olvide, que cuando vuelva de las américas muchas más cosas le tendré para contar. En mi vejez. Bajo las Palmeras. Dónde él sí siempre estará. Como lo están todos los sitios por donde mi árbol fue creciendo, echando ramas y hojas al viento. Hojas que siempre hacia el sur van.  

Como mi padre, que siempre estará en mi corazón y en mi recuerdo. Y, como si lo viera, ahí, sentado junto a Serafín, el señor de las Palmeras, dándose una vueltecita a veces por la Casita Azul o por su lonja de pescado.                                       

                                                                                                                                      Manuel Rodríguez López                                    En memoria de mi padre, Emilio Rodríguez Martín, Emilín,
cuando se cumplen tres años tristes de dolor por su ausencia.

                                  
                                      San José de Costa Rica, 28 de mayo de 2012

1 comentario:

Licuadora de letras dijo...

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