






Le respondía a su pregunta de por qué nunca me sentí
ofendido, sino todo lo contrario, por haber visto utilizada mi idea, “porque
toda idea parte de una idea anterior”, y el orgullo que me producía ver que con
el paso de los tiempos se había mantenido y se había convertido en la mejor
definición de un pueblo, porque encerraba "la mar de cosas".
Le explicaba cómo la lejanía y ese tiempo no solo no me
convirtieron en un desarraigado, como algún muy querido amigo me reprochaba
cada vez que me visitaba en la
Ciudad Condal , sino que hicieron de mí un árbocon raíces aún
más profundas en mi pueblo; un tronco más fuerte por haber crecido a partir de
esas ricas raíces, pero alimentado por el paso del tiempo, de otros lugares en
que viví y de otras culturas que respiré; y multitud de ramas que se
desplegaban perennemente buscando esa luz, mi luz, la luz del sur, adonde mis
hojas, mis pensamientos, siempre me llevaban, con el viento, a mi hogar en la
calle Mercado, a un tiempo en que fui feliz, cuidado y querido por mis padres y
acompañado de mis hermanos.

Dediqué, sobre todo en mis paseos nocturnos con la
bicicleta, a sentarme con él horas y horas y narrarle tantas anécdotas de
aquellos tiempos como pudo mi memoria recordar, de nuestros juegos, de nuestras
peleas, de nuestros maestros, de las “robonas” del colegio, de los carnavales
aún prohibidos, de la caseta del Carmen y el tren de los escobazos, de esos
personajes del pueblo que toda la vida te acompañan en el recuerdo (Paquito “el
rabioso”; el “Maoíllo”, el de los camarones frescos, Blas “el latero”, Paquito
“el tonto”, Rafalito “el guí”, “el pajarito”, “el patitas”, “el choquito”, “los
valencianos”).
Hablábamos de nuestros vivos pero sobre todo de nuestros
muertos, porque él tenía curiosidad por saber si en algún momento habíamos
tenido o teníamos aún parentesco en común : “¿de
quién eres hijo? ”, me preguntaba, con ese deje tan sonoro de Isla Cristina.
Le conté que mi abuela paterna, la hermosa Carmelita Martín, descendía de los
“trementina” y tenía la tienda de zapatos frente al mercado, donde era
apreciada por todo el pueblo que pasaba camino del mercado a dejar cada día 50
cms. o 1 peseta por la compra del calzado, y donde mi tía Mari remendaba las
medias de la época, mientras que a mi abuelo Manuel Rodríguez le llamaban “el
pañero” (no le confunda con “el pañerito”),
al que un día de cacería en San Silvestre le picó un mosquito que acabó por
matarle de una septicemia porque la penicilina ya estaba inventada pero no
difundiday le llegó cuando ya estaba muerto.
Por parte materna, mi adorable abuela Catalina López era de
Trigueros y fue a casarse con mi abuelo, también de Isla, Manuel López, aunque
conocido por Manolito Flores, con el que se fue a vivir a Rota por ser contable
del Consorcio Almadrabero, hasta que un día de verano de 1936 le mató un
“moscardón” en una cuneta, un dictador sin escrúpulos y rodeado de carroñeros, simplemente
por ser un buen hombre sospechoso de hacer el bien a los que otros solo querían
hacer el mal para sacarles provecho. Así, con mi madre aún en su vientre y
otros 3 hijos más, mi dulce, mi adorable abuela Cata recogió sus cosas,
escondió sus lágrimas y buscó refugio en la gasolinera familiar de “el Empalme”
hasta que volvió a Cádiz a pasar la posguerra criando a sus hijos con los
escasos ingresos que una pensión clandestina en su casa le proporcionaba.


Me vinieron tantos hermosos recuerdos de aquellos años en
los que, aún bajo la dictadura, en casa se respiraba aquel aire familiar
alrededor de una mesa camilla viendo todos juntos (estaba por llegar Dami, el
último) la única tv posible, que no pude reprimir mis lágrimas. Normalmente soy
de fácil llanto, sea por alegría o por tristeza, pero el respeto por esta
persona, casi desconocida para mí, comenzaba a dejar paso a una confianza que
me facilitaba la nostalgia y con ella las lágrimas. Seguí hablándole de mis
años duros de colegio interno en Sanlúcar y de los inicios en la Universidad de Cádiz y
el posterior abandono de los estudios para, una vez superada la mili, llegar al
Madrid de la movida; al amor truncado por la muerte en el momento más dulce que
me llevó a una Barcelona donde de nuevo conocí el amor, como si de una
prolongación del anterior se tratara, para recuperar una felicidad que creí
perdida para siempre y que en cambio viví y disfruté casi la mitad de mi vida,
hasta que una errónea decisión la precipitó junto a la de mi pareja a un cambio
tan radical como poco reflexionado. Y esto me llevó, desde lo alto de una
enorme satisfacción personal a la mayor catástrofe económica, física,
matrimonial y anímica de mi vida justo en un momento en el que perdí mi punto
de referencia, la seguridad que me daba mi padre, sus reprimendas o sus
palabras de ánimo, mi mejor y más fiel amigo, el que me ayudaba a superar
cualquier mal trago con su “Manolo, hijo, nunca pasa nada”, el que me
fortalecía ante el miedo o rellenaba mi corazón de esperanza. De golpe nada
tenía sentido. Todo se derrumbaba a mis pies y no entendía el por qué. Mi vida
era, nunca mejor dicho, una ruina.


Yo le justificaba esa lejanía, que no era tal, en el hecho
de que mi pueblo, lo que más quería después de mi familia, no me hubiera dado
nunca una oportunidad, que cada vez que lo había intentado me devolvía a una
realidad, la de no encontrar mi sitio aquí, ni trabajo. Y le decía cuánto
envidiaba que él sí lo hubiera encontrado. Desde siempre, para siempre, y nada
menos que bajo las Palmeras que tantas veces me vieron pasar, nos vieron a todos
pasar, yendo al cine de verano, por navidades o semana santa, camino del
colegio de la Ermita
o a la Confirmación
en la iglesia del Gran Poder, “allá arriba”; esas palmeras que vieron nuestros
días vivir y nuestros recuerdos recordar, que crecieron mientras crecimos y que
nos hacían al cielo mirar.
En este último año nuestra amistad fue creciendo. No sé si
alguna vez hablará de mí y de cómo ésta crisis que estamos viviendo me trajo de
nuevo a mi hogar, esperando de nuevo una oportunidad, queriéndome de nuevo aquí
quedar. Pero otra vez he tenido que marchar, con esa luz que va conmigo a todos
lados, a otro lugar también con una humilde y generosa gente, a otro país
también hermoso y privilegiado, quizás el más hermoso que mis ojos vieron y
sueños soñaron , bañado también por un mar de luz y por un océano de paz :
Costa Rica, pura vida. Costa pura, Rica vida, diría yo. Un paraíso en la Tierra que quiere darme esa
nueva oportunidad.


Sé que Vd. me va a extrañar, que algo me echará de menos.
Seguro que yo le echaré de menos, más.
Pero le dejé algunos libros en su estantería de aLUZejos
(que algunos se empeñaron en robar) y muchas anécdotas y recuerdos de su
Cataluña original.

Como mi padre, que siempre estará en mi corazón y en mi
recuerdo. Y, como si lo viera, ahí, sentado junto a Serafín, el señor de las Palmeras,
dándose una vueltecita a veces por la Casita
Azul o por su lonja de pescado.



cuando se cumplen tres años tristes de dolor por su ausencia.
San José de Costa Rica, 28 de mayo de 2012
1 comentario:
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