30 junio 2012

Juan Martínez◦


ALBERTO BLANCO



El 18 de enero de 2007, Juan Martínez ­poeta, artista, ser humano excepcional­ dejó de existir. O tal vez sería mejor decir ­como creo que a él le habría gustado­ dejó de manifestarse en su forma humana en este planeta. Autor de una obra única, Martínez deja tras de sí una obra poética y gráfica de calidad extraordinaria, a la cual no se ha prestado la atención debida.
Estoy convencido de que, con el tiempo, su Angel de fuego ­por citar un ejemplo­ habrá de ser considerado una de las grandes obras de la poesía mexicana del siglo XX.
Tuve la suerte de conocer a Juan Martines en las calles de Tijuana, a mediados de los años 70. Su fama subterránea, su verdadera leyenda contracultural ya habían generado en mí el deseo de encontrarme con él. Puedo afirmar sin dudar un momento que el encuentro no sólo no se quedó a la zaga de mis expectativas, sino que las superó con creces. La relación que comenzó entonces me llevó a vivir una serie de experiencias punto menos que increíbles a lo largo de las tres décadas que duró nuestra amistad.
Cuando lo conocí, Juan llevaba años viviendo en las calles de Tijuana. Se dice fácil. Para cualquiera que conozca Tijuana, esta sola aseveración debe generar escalofríos. Vivir en las calles de Tijuana sin manejar dinero, ¿cómo es posible? Juan se pasaba días recorriendo las calles, los talleres, las playas ­le fascinaba nadar interminables horas en las heladas aguas del Pacífico­ y las noches en los cafés que pespunteaban la avenida Revolución.
En uno de esos cafés, una noche memorable, nos dictó a un grupo de amigos su incomparable Ángel de fuego. No sé cuánto tiempo lo había traído en su memoria, pero decidió esa noche compartirlo con nosotros. Al poco tiempo, a raíz de la finalización del ciclo de la revista El Zaguán, decidimos que publicaríamos Ángel de fuego con el dinero que había quedado en caja y que no se utilizó para editar el número ocho.

Recopilación de la obra

Así lo hicimos, en un tiraje muy limitado de 500 ejemplares. Cada uno llevaba en el frontispicio una pequeña reproducción de una tabla pintada por Juan Martínez, que milagrosamente se había salvado de la destrucción que ­con inexplicable saña­ persiguió su trabajo toda su vida. Cuando no fue la incuria, el desconocimiento o el descuido de quienes le conocían y rodeaban ­incluidos sus benefectores­, fue él mismo quien lamentablemente se encargó de destruir parte de su obra.
Recuerdo una serie maravillosa de dibujos hechos en trozos de lija recogidos en los talleres mecánicos de Tijuana, donde Juan había hecho brotar con su arte único unos paisajes maravillosos, frotando la superficie de las lijas llenas de manchas sugerentes con guijarros recogidos en la playa. Una serie de verdaderas mezzotintas silvestres. Por desgracia, esa serie de lijas se perdió.
Lo mismo sucedió con una serie de "naves espaciales" que Juan construyó con papel de aluminio, estaño, envolturas de cigarros y chocolates que recogía de la calle, y que con gran fuerza consolidaba con sus manos hasta darles la forma justa. Todas se perdieron. Asimismo, ignoro qué es lo que habrá sido de aquella "rama dorada" que Juan construyó pacientemente, forrando con papel dorado hoja por hoja una enorme rama desgajada de un árbol cercano. Una obra digna de coronar cualquiera de las grandes bienales. Por desgracia, muchas obras de Juan volvieron ­por decirlo así­ al olvido del que fueron rescatadas. Y es que hay que subrayar que todo su trabajo gráfico, pictórico y visual fue hecho con puro material de desperdicio.
Mención aparte merecen sus extraordinarias "galaxias": una serie de trabajos de tinta hecho en servilletas de papel, donde logró conjurar, merced a interminables horas de trabajo en los cafés, verdaderas visiones cosmológicas cifradas en un material tan perecedero. Por fortuna logramos rescatar muchas de esas piezas. Unas cuantas pudieron ser valoradas por los lectores de la revista Memoranda, que hace años editaba el poeta Sergio Mondragón en el ISSSTE, en un número especial dedicado a Juan, en el que colaboramos muchos amigos.
No era la primera vez que Mondragón dedicaba espacio al trabajo de Juan Martínez. Ni era Sergio Mondragón el primero en darse cuenta de la altura de ese trabajo. El primero en publicar un cuadernillo con sus poemas fue, nada más ni nada menos, que Juan José Arreola, y probablemente la primera artista de renombre en reconocer su trabajo visual fue Leonora Carrington.

Indiferencia criminal

En la década de los 70 las páginas de El Corno Emplumado dieron cabida a los poemas de Juan que, tal y como sucedió siempre, pasaron criminalmente inadvertidos. Lo mismo pasó con Angel de fuego, y años más tarde con la reunión de toda su poesía ­al menos toda la poesía conocida hasta entonces­, que bajo el título de En el valle sagrado publicó la UAM en los años 80.
El mismo grupo de amigos ­que incluía a Sergio Mondragón, Luis Cortés Bargalló, Alfonso René Gutiérrez, Víctor Soto, Tomás Calvillo, Eugenio Metaca y Javier Sicilia, entre otros­ nos dimos a la tarea de rastrear los poemas publicados y escritos por Juan para verlos reunidos en un solo volumen.
El libro, excepcional en la calidad de sus visiones, pasó ­habrá que decirlo­ una vez más rodeado del más absoluto silencio. Sin embargo, creo que el silencio que rodeó a Juan Martínez y a su magnífica obra en toda su vida no lo acompañará eternamente. Tarde o temprano nuevas y más sensibles generaciones se darán cuenta de la magnitud de la obra de un artista total, que forjó al margen de la vida pública y las instituciones culturales una leyenda singular en el México contemporáneo. Larga vida al incomparable Angel de fuego.




Prendas de la palabra inaudita



Masticar la soledad en diminutas porciones de muerte
es solamente un viejo oficio
pero poseer pájaros medio muertos por la lejanía
y hacerlos cantar en el cráneo,
esa es una labor que sólo se encuentra
en las otras vertientes del cielo
donde los arbollones de la noche dejan escapar
todo el esplendoroso lujo de las estrellas nuevas
y el arancel para viajar
por el recuerdo de un sabor a metal acabado
es menos corrosivo, a pesar de los crueles manómetros
que miden el silencio de las palabras caídas
en el aljibe de los sueños;
allí, es necesario trepar de prisa las escalas
aunque nuestra conciencia suene a grillo fracturado
y los pasos retumben en el corazón
como en deshabitadas calles;
porque llegando al último escalón
con los sistemas del olvido suspendidos en cada ojo,
¡qué espectáculo hermoso!
una doncella cruel se baña en las ondas del viento
pero tan hermosa es
que los peces de la luz le vulneran su crueldad
comiéndole el corazón.
La doncella gime y canta soñando que está de fiesta
por la ventana del pecho se oyen los ecos del viento:
tu corazón está lejooos...
y lejos de las venas se encontró el corazón
a pequeños brincos cruzó las alamedas
de luz de una luciérnaga
y con guantes de niebla
se sentó en las escalas de una música hermosa.
cri, cro, cri, cro, cantaba la cigarra
apoyada en sus pétreos derribos de luna.
No nos ha de salvar el matemático equilibrista
pensaban sus antenas
ni el herbolario tierno de pecho devorado
ni la neumática mujer
recién desembarcada de un cálido espacio de amor
por eso preferimos la ululante ribera
con sus bocas de oxígeno y la luna
a quien imploramos clemencia
para nuestra diezmada raza.
Pero ni el agua ni el sol
ni la luna ni el viento
escucharon el anhelo equilibrista del insecto
y el ¡craj! inevitable
sollozó en la navaja del último lamento.
Lleno de dolor el valle
sufrió los mecanismos de la escarcha
y el pájaro viajero del paisaje
bebió la fiebre casta del interior de una lechuga.
Estrujados los relámpagos clamaron
llenando de rumor la hierba
y por el ojo de un búho
vidriada por la soledad
nació la noche con sus milenarios documentos
de parlantes orugas
y subsuelos de intuiciones fantásticas.

El viento seguía arrancando mil murmullos
a la palabra nunca pronunciada
que colgada de un tejo
era olfateada por una incipiente codorniz
pero oscilante entre el olvido y el recuerdo
gritaba formas huecas
a la mentida bendición del tranquilo silencio
que en la mitad de una roca construía una plegaria:
`bendita madre muerte´
tú que entre los espacios sin voluntad
del hombre esperas

¡Ten Piedad de su Búsqueda!

no permitas que su sacudido corazón
torne a su esencia de gaviota sin rumbo
sin haber escuchado los salmos que esperan
por su llanto y su cadena de suspiros
dentro de la brillante catedral del viento

¡TEN PIEDAD DE SU BÚSQUEDA!

porque aun desde estas rocas
carentes de atavíos absolutos
eres nuestra madre y maestra

¡TEN PIEDAD DE SU BÚSQUEDA!

no permitas que el aullido del mar
despostille el aliento de los patios de abril
ni degüelle el perfume de las uvas de otoño

¡TEN PIEDAD DE SU BÚSQUEDA!

tú, que desde el ojo desolado del tiempo
hiciste brotar la soledad
propiciando el lenguaje de la filosofía

¡TEN PIEDAD DE SU BÚSQUEDA!

y que el hermoso elíxir con que ungieron la ojiva
de tu blanca mirada
aleje la opresión de la silente niebla
y nos deje tocar
la prenda más hermosa
de la palabra inaudita

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