Te habías quedado todo el día
allí, de
pie, mirando las montañas,
y era, dijiste, alimento
para los ojos,
corazón
quebrantado. Yo pasaba, parece,
en el atardecer,
andando en
bicicleta por un sendero.
Lo cuentas y quedo contemplándolo
con esperanza,
una buena esperanza
nodriza de la vejez. Yo lo llamo
dulzura, la música
dulzura que conforta
o hidrata la aspereza. Algunos niños
cercanos al
autismo, cuando crecen,
imprimen o padecen movimiento
constante, un ritmo
de hombros
ajeno a cualquier música, latido,
circulatoria sangre propia,
sin contacto.
Sólo a veces sus ojos buscan
engañosamente; no hay dulzura
ni aspereza, un sonido
interior los envuelve, sangre roja.
Contemplo
las montañas de tu sueño,
busco en ellas tus ojos.
Y escruto, sin
embargo, el corazón,
las junturas y médula, los sentimientos
y
pensamientos del corazón. Nada hidrata.
Nada amortigua. Escrutar es
áspero
y no lame. Las horas últimas
de la vigilia: sabia
la disciplina
monacal que impone
levantarse a maitines. Enjugar,
sostener, confortar:
mirar la noche.
Volver al corazón. Entonces ya la música
es azul, azul es
la dulzura. Pedir.
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