En
los días del comienzo,
descalzas
inocencias
brindaban
mansedumbre
en
la orilla del tiempo.
Los
países no existían,
ni
los ejércitos,
ni
sus villanías,
ni
los patrimonios,
ni
inspectores de hacienda,
ni
manicomios,
ni
las amarras,
ni
los inventarios...
Vivían
a diario
y
crecía la Esperanza.
En
el atardecer,
se
aliaban
la
luz y las flores,
y
el sonoro lenguaje
de
las aves.
Y,
poco a poco, la noche sentía
nostalgia
de la música del día.
La
luna, cenicienta,
andaba
infinitas cuestas
llevando
susurros de amantes
que
daban vida a la noche
en
rituales quemantes.
Rompiendo
fugazmente el silencio,
a
fuerza de reflejos.
Pero
alambiques negros
nacidos
de sí mismos,
detonaron
vestigios de helechos
siendo
de las ciénagas
el
advenimiento.
Sobre
la inmensidad del horizonte
que
paría el crepúsculo,
un
rumor de alas sin nombre,
destrozaron
el mundo.
Derrotada
la memoria,
con
precarios coágulos,
fuimos
expulsados
lacerantes
y abandonados.
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