22 octubre 2012

Pedro Jesús Cortés Zafra


 
 
 
En los días del comienzo,
descalzas inocencias
brindaban mansedumbre
en la orilla del tiempo.
Los países no existían,
ni los ejércitos,
ni sus villanías,
ni los patrimonios,
ni inspectores de hacienda,
ni manicomios,
ni las amarras,
ni los inventarios...
Vivían a diario
y crecía la Esperanza.
En el atardecer,
se aliaban
la luz y las flores,
y el sonoro lenguaje
de las aves.
Y, poco a poco, la noche sentía
nostalgia de la música del día.
La luna, cenicienta,
andaba infinitas cuestas
llevando susurros de amantes
que daban vida a la noche
en rituales quemantes.
Rompiendo fugazmente el silencio,
a fuerza de reflejos.
Pero alambiques negros
nacidos de sí mismos,
detonaron vestigios de helechos
siendo de las ciénagas
el advenimiento.
Sobre la inmensidad del horizonte
que paría el crepúsculo,
un rumor de alas sin nombre,
destrozaron el mundo.
Derrotada la memoria,
con precarios coágulos,
fuimos expulsados
lacerantes y abandonados.

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