Maria Eleonor Prado Modinger
SIN AMARRAS
Lo sentaron en
su silla de rueda como lo hacían todos los días mirando el enorme tomatal que
su abuelo había plantado en la década del 50, tenía unas ganas arrebatadoras de
coger uno de sus frutos jugosos y meterlo hacia su boca para palear de alguna
forma la sed que le hacía heridas en las comisuras de sus labios, pero no podía
porque aparte de no desplazarse, sus manos no lograban coger nada, era como una
rígida estatua de sal y ardiente deseo por hacer y no poder. Siempre combatió
su ser interno sobre todo cuando más de una vez le tocó amar a una mujer, sabía
que no podría jamás desnudarla, tocar su cuello, despejar su rostro cuando su
largo pelo le golpeara la sien, besar sus ojos con la impúdica sombra de su
cuerpo, declamar su sexo a medida que las horas transcurriesen. Estaba atado,
amordazado entre fierros, hebillas y cinturones pero su espíritu volaba, era un
gran poeta visual, y su mente trabajaba para hacer su mundo un poco más amable.
El cielo hoy está más azul que nunca, la tierra húmeda de su entorno y el
césped raleado desde temprano hacían que su alma se elevara con vehemencia.
Estar ahí sentado esperando que alguien se asomara para preguntar, limpiarle el
sudor que corría por su rostro, por último para hacerle compañía. Él sabía que
Dios le había dado una mente fértil en un cuerpo apretado, pero se las arregló
para comunicarse con las moscas y con el movimiento del viento, a propósito de
nada balanceó su silla con el peso de su cuerpo y cayó a la tierra recién labrada,
el cielo hizo el resto, hoy en su puesto hay una gran mata de tomates, tan
grande como nunca jamás vista que corre su guía libre, sin ataduras, sin
correas ni hebillas y se empina mirando su nombre en un letrero, Ignacio, una
nueva variedad para el mercado, los más caros de la zona que van ahora
embalados hacia Europa.
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