17 noviembre 2015

Luis García Montero

 




Como cada mañana


Ahora sé

que estas calles nos han hecho solitarios

y nuestro corazón

tiene el pulso amarillo

de las maderas lentas de un tranvía.


Sobre su cuerpo viejo

andábamos despacio, de forma irregular,

con una simetría parecida a los árboles.


Era hermoso acudir

cada mañana

y respetar la cita con la hiedra

del muro,

los ropajes cansados de las casas estrechas

y de las calles sucias. Agradable

cruzar sobre algún puente,

detenerse lo exacto

para ver cómo el agua discute en las orillas.


En su jardín olimos

los primeros inviernos, su curso indefinido

por entre las palmeras.

Casi nadie pasaba,

sólo había

cuarenta sillas rojas

de los bares cerrados y alguna soledad

definitiva.


Durante muchos años,

durante tantos días que pasaron

el uno tras el otro,

el deber era un cierto paseo solitario,

la cita con un rumbo que sólo desviamos

para pisar las horas que caían,

los sueños que faltaban,

la superficie helada de los charcos,

para saltar los setos

o besamos las uñas moradas por el frío.

Y llegando a la puerta solíamos comprar

pequeños caramelos de nata o de violetas.


Entrábamos por fin para mezclamos

como cada mañana de la vida

con el paso cansado, los azulejos fríos

de un mundo hecho en latín

y números romanos.


Ahora sé

que en aquella ciudad deshabitada

la gente andaba triste,

con una soledad definitiva

llena de abrigos largos y paraguas. 

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